Don Julio tiene una narración detallada de la batalla del Ebro de la guerra civil.
¿Don Julio? -me preguntó uno cuando le avancé el contenido de esta entrada.
Sí. Don Julio César.
Porque, aunque estemos en tierra fértil en guerras civiles, la primera de todas de las que tenemos alguna idea precisa, es la guerra civil entre Cneo Pompeyo y Julio César, que tuvo un enfrentamiento importante cerca del Ebro, con el río como protagonista secundario.
Era la segunda guerra civil de la república romana. Se desarrolló entre el 49 y el 45 a.C. con teatros de operaciones por todo el Mediterráneo. Parece como si más que una guerra civil entre ciudadanos romanos fuera una guerra europea.
Los bandos buscaron y activaron alianzas locales. Buena parte de las tribus iberas y celtas, como vacceos, cantabros, oretanos… acordaron su apoyo a Pompeyo. Este incluso tuvo el respaldo de Cleopatra, pero no vamos a ver a la faraona subiendo por el Ebro (aunque prometo para próximos días sorprendentes remontadas del río).
La batalla en a que el Ebro se vió envuelto es conocida como la batalla de Ilerda (luego Lérida, ahora Lleida) se riñó en el verano del 49 a.C., es decir hace ahora 2070 años.
Han transcurrido casi cien generaciones, así que es probable que p0r nuestras venas corra algo de sangre de Julio, de Cneo o de alguno de sus generales y soldados. Podéis tomar esta historia como algo propio. Pero como no entra para el examen os voy a evitar una larga lectura resumiendo los hechos.
Conocemos en detalle lo sucedido por la narración del propio Julio César, posiblemente el personaje más importante de la historia que haya pasado por el río, y hablado de él, aunque un poco de refilón.
Las tropas que apoyaban a Pompeyo, básicamente legiones romanas y auxiliares locales estaban en Ilerda, que como bien se sabe estaba en una colina (ahora la ciudad más bien rodea la colina) en la orilla derecha el río Segre (o Sicoris), bastante caudaloso.
Julio César, el sí en persona y con el estilete de escribir a punto, se presentó con sus legiones, que venían en marcha rápida desde Marsella. Se acercó por la margen derecha del río con la idea de sitiar la ciudad. Para los que quieran más detalles, además de la narración íntegra que copio más abajo, he incluido un par de mapas de wikipedia que ayudan a entender los movimientos.
Los pompeyanos, conociendo el ímpetu y energía de César estaban intranquilos. Es verdad que al sur del Ebro tenían muchos aliados y podían escaparse fácilmente, pues junto a la ciudad estaba el único puente practicable del Segre. Su problema era que en el Ebro no había puente.
Así que mandaron a sus aliados que reunieses barcas para hacer un puente provisional con ellas que les permitiera cruzar el Ebro y dejar con dos palmos de narices a César, mientras buscaban refuerzos en el resto de la peninsula.
Un inciso: imaginaros ahora cómo diseñar una estrategia y transmitirla a todos con los medios de entonces, es decir sin móviles ni internet, ni contar siquiera con el telégrafo o las señales de humo.
César no se estuvo quieto: primero levantó rápidamente un par de puentes de madera para atacar por el sur la ciudad. Pero estos eran frágiles y era una movida arriesgada. Así que inició los trabajos ¡¡¡para desviar el curso del Segre!!!
Cuando los de Ilerda vieron que este desvío estaba a muy avanzado decidieron salir de la ciudad rápidamente y dirigirse al puente de barcas del Ebro. Pero de nuevo César se les adelantó y marchando de noche por las montañas próximas al río, se interpuso.
Las cosas estaban a punto para una batalla, pero, cosas de las guerras civiles de entonces, entablaron negociaciones y se evitaron los combates.
Parece una simple curiosidad en este viaje por la historia del Ebro. Pero ya nos encntramos el primer día con algún personaje que enlaza con este relato. Y aún encontraremos aguas arriba alguna relación más.
Y para los que quieran profundizar este es el texto. Es muy largo y lleva su tiempo (¿quizás para el próximo confinamiento?), pero está lleno de detalles magistrales.
LECTURA DEL DIA:
Commentarii de bello civile (La guerra civil), de Cayo Julio César (100-44 a.C). Libro I.
(no he conseguido encontrar el nombre del traductor; en cuanto lo consiga corregiré esta imperdonable omisión)
XXXVII. Mientras andaba disponiendo y ejecutando estas cosas, (Julio César) envió delante de sí a España el legado Cayo Fabio con tres legiones que invernaban en Narbona y sus contornos, dándole orden que sin tardanza fuese a ocupar los puertos de los Pirineos, guardados a la sazón por el legado Lucio Afranio. Manda igualmente que le sigan las legiones que invernaban más lejos. Fabio, prontamente, según se le había encargado, desalojó la guarnición del puerto, y a, grandes jornadas, marchó sobre el ejercito de Afranio (el general de Pompeyo en Ilerda).
XL. Fabio con cartas y mensajes procuraba sondear los ánimos de los comarcanos. Había hecho dos puentes en el río Segre, el uno cuatro millas distante del otro. Por ellos enviaba en busca de forrajes, porque los que había a la parte acá del río se consumieron los primeros días. Casi otro tanto y por la misma razón practicaban los capitanes del ejército pompeyano, y eran continuas de ambas partes las escaramuzas de la caballería. Como una vez, según la costumbre diaria, saliesen con los forrajeadores para escoltarlos dos legiones de Fabio y hubiesen pasado el río, siguiéndolas el bagaje y toda la caballería, sucedió que por un repentino huracán y grande aguacero se rompió el puente y quedó atajada mucha parte de la caballería. Conociendo esto Petreyo y Afranio por los ripios y zarzos que llevaba el río, pasando Afranio prontamente con cuatro legiones y toda la caballería el puente que tenía junto a la ciudad y a su campo, vino al encuentro de las legiones de Fabio. Avisado de su venida Lucio Planeo que las mandaba, y estrechado por la necesidad, toma un altozano, y las forma dando dos frentes a la batalla, para que la caballería enemiga no pudiese acordonarle. De esta suerte combatiendo con menor número, sostuvo los grandes esfuerzos de las legiones y de la gente de a caballo. Trabado por la caballería el combate, unos y otros avistan a lo lejos los estandartes de dos legiones que Cayo Fabio enviaba por el otro puente al socorro de los nuestros sospechando que los comandantes contrarios se aprovecharían de la ocasión y favor de la fortuna para sorprender a los nuestros, como sucedió. Con el refuerzo de las legiones cesa la pelea, y cada cual se retira con su gente a su respectivo alojamiento.
XLI. De allí a dos días llegó César a los reales con novecientos caballos que para su guardia se había reservado. Luego, por la noche, mandó reedificar el puente desbaratado por la tempestad que aun estaba sin repararse. Él mismo en persona, enterado de la situación de los lugares, deja para defensa del puente y de los reales seis cohortes con todo el bagaje y al día siguiente, ordenado su ejército en tres columnas, toma el camino de Lérida, hace alto a vista del campo de Afranio, y parado allí un rato sobre las armas, presenta la batalla en el llano. Afranio, provocado, saca sus tropas y se apuesta en medio de una colina debajo de las trincheras. César, visto que por Afranio quedaba el no dar la batalla, determinó armar sus tiendas a cuatrocientos pasos de la falda del monte, y para librar a los soldados de sustos y de ser interrumpidos en sus trabajos, no quiso que se hiciese estacada, que necesariamente había de sobresalir y ser vista de lejos, sino que por la frente y parte del campo enemigo se abriese un foso de quince pies. El primero y segundo escuadrones se mantenían sobre las armas, formados como al principio; el tercero, encubierto tras de ellos, iba trabajando. Con eso se acabó la obra primero que Afranio entendiese que se fortificaban los reales.
XLII. Al anochecer César metió las legiones dentro de este foso, y en él pasó la noche sobre las armas. Al otro día mantuvo el ejército dentro del foso, y atento que la fagina se había de ir a buscar muy lejos, dio por entonces semejante traza para la obra, señalando cada lado de los reales a cada legión para que cuidase de atrincherarlo, con orden de tirar fosos de la misma grandeza. Las demás legiones puso en orden de batalla, listas contra el enemigo. Afranio y Petreyo, para meter miedo y estorbar los trabajos, sacan fuera sus tropas al pie del monte y provocan a la pelea. Mas ni por eso interrumpe César la obra, fiado en las tres legiones y en el reparo del foso. Ellos, sin detenerse mucho ni alejarse de la falda del cerro, recogen las tropas a sus estancias. Al tercer día César pertrecha los reales con la estacada y manda transportar de los de Fabio las cohortes y el fardaje que allí había dejado.
XLIII. Entre la ciudad de Lérida y el collado inmediato, donde Petreyo y Afranio estaban acantonados, yacía una vega de trescientos pasos, y casi en medio de ésta se hallaba una colina algo levantada; la cual cogida y bien fortificada, esperaba César cortar a los enemigos el paso para la ciudad, para el puente y los bastimentos almacenados en la fortaleza. Con esta esperanza saca del campo tres legiones, y puestas en orden en lugares oportunos, hace que las primeras filas de una legión avancen de corrida a ocupar aquella colina. Observando este movimiento, las cohortes que hacían guardia en el campo de Afranio fueron por atajo destacadas a toda prisa para coger ese mismo puesto. Armase la refriega; mas como los de Afranio habían llegado antes, rechazan a los nuestros y acudiendo más gente, los obligan a huir y retirarse a sus banderas.
Primera fase de la batalla. Imagen con licencia Creative Commons
XLIV. La manera de pelear de los contrarios era ésta: arremetían con gran furia; intrépidos en tomar puesto, no cuidaban mucho de guardar sus filas y combatían desunidos y dispersos; en viéndose apretados, no tenían por mengua el volver pie atrás y dejar el sitio, hechos a este género de combate peleando con los lusitanos y otros bárbaros; como de ordinario acaece que al soldado se le pega mucho de la costumbre de aquellos países donde ha envejecido. El hecho es que con la novedad quedan desconcertados los nuestros, no acostumbrados a semejante modo de pelear y creyendo que iban a ser rodeados por los costados descubiertos al verlos avanzar corriendo cada uno por sí, cuando ellos al contrario estaban persuadidos a que debían guardar las filas y no apartarse de las banderas ni desamparar sin grave causa el puesto una vez ocupado. Así que desordenados los adalides, la legión de aquella ala flaqueó y retiróse al collado vecino.
XLV. César, viendo el escuadrón casi todo despavorido (cosa ni entonces pensada ni antes vista), animando a los suyos, envíales de refuerzo la legión nona; la cual reprime al enemigo que furiosamente iba persiguiendo a los nuestros, y aun le obliga a volver las espaldas y retirarse hacia Lérida hasta ampararse debajo del muro. Pero los soldados de la legión nona por el demasiado ardor de vengar el desaire pasado, corriendo incautamente tras los fugitivos, se empeñan en un mal sitio penetrando hasta la falda del monte sobre el cual la ciudad estaba fundada. Al querer de aquí retirarse, los enemigos desde arriba revolvieron la carga contra ellos. Era el lugar escarpado y pendiente de ambas partes, ancho solamente cuanto cabían en él tres cohortes escuadronadas, que ni podían ser socorridas por los lados ni amparadas en el trance por la caballería. Por la parte de la ciudad había un declive menos agrio como de cuatrocientos pasos. Por aquí debía de ser la retirada de los nuestros, ya que su ardor inconsiderado los llevó tan adelante. Peleaban en este sitio igualmente peligroso por su estrechura, como porque, puestos a la misma raíz del monte, no malograban tiro los enemigos; sin embargo, a esfuerzos del valor y sufrimiento aguantaban toda la carga. Ibanse engrosando los enemigos, destacando continuamente de las reales cohortes de refresco que pasaban por la ciudad a relevar a los cansados. Eso mismo tenía que hacer César para retirar a los cansados y reemplazarlos con gente de refresco.
XLVI. Duró este combate cinco horas; mas viéndose los nuestros cada vez más apretados de la muchedumbre, acabados ya todos los dardos, con espada en mano arremeten de golpe cuesta arriba contra las cohortes, y derribados algunos, obligan a los demás a volver las espaldas. Habiendo hecho retirar a las cohortes hasta el pie de la muralla y parte de ellas dentro de la plaza por el temor que les habían infundido, aseguraron los nuestros la retirada; y la caballería, bien que apostada en la caída y pie de la cuesta, con todo trepa con brío hasta la cima, y corriendo por entre los dos escuadrones, hace más expedita y segura la retirada de los nuestros. Así fueron varios los lances de la batalla. En el primer encuentro cayeron de los nuestros al pie de setenta, y entre ellos Quinto Fulginio, comandante de los piqueros de la legión decimocuarta, que de soldado raso había subido a este grado por sus señalados méritos. Los heridos fueron más de seiscientos. De los contrarios quedó muerto Tito Cecilio, centurión de la primera fila, y murieron también cuatro capitanes con doscientos y más soldados.
Segunda fase de la batalla.
XLVII. La opinión acerca de esta jornada es que unos y otros creyeron haberla ganado: Los de Afranio, porque siendo reputados a. juicio de todos por inferiores, estuvieron tanto tiempo peleando cuerpo a cuerpo resistiendo al ímpetu de los nuestros y se apoderaron los primeros de la colina que fue ocasión de la refriega y al primer encuentro hicieron volver las espaldas a los nuestros; los nuestros alegaban en contra, que siendo inferiores en el sitio y en el número, por cinco horas sustentaron la acción, treparon por la montaña espada en mano, desalojaron a los contrarios de su puesto ventajoso, forzándolos a huir y meterse en la plaza. En fin, los enemigos fortificaron el teso por el cual se combatió, con grandes pertrechos, y pusieron en él cuerpo de guardia.
XLVIII. A los dos días de haber sucedido esto se siguió un contratiempo repentino. Pues sobrevino un temporal tan recio, que nunca se habían visto en aquellos parajes mayores aguaceros; porque deshecha la mucha nieve de las montañas, salió el río de madre, y en un día se llevó los dos puentes fabricados por Cayo Fabio, lo que ocasionó grandes embarazos al ejército de César. Por cuanto estando los reales, como arriba queda dicho, entre los dos ríos Segre y Cinca, intransitables ambos por espacio de treinta millas, por necesidad se veían reducidos a este corto recinto; y ni las ciudades que se habían declarado por César podían suministrar bastimentos, ni volver los que se habían alargado en busca de forraje detenidos por los ríos, ni llegar a los reales los grandes convoyes que venían de Italia y de la Galia. La estación era la más apurada del año, porque los trigos ni bien estaban en berza ni del todo sazonados; además los pueblos se veían exhaustos, porque Afranio antes de la venida de César había conducido a Lérida casi todo el grano, y si algo había quedado, César lo había ya consumido. El ganado que podía suplir la falta en parte, las ciudades rayanas habíanle alejado por miedo de la guerra. Los que se internaban en busca de heno y pan, eran perseguidos de los cazadores lusitanos y de los adargueros de la España Citerior, prácticos en la tierra, a quienes era muy fácil pasar a nado el río por ser costumbre de todos ellos nunca ir sin odres a campaña.
XLIX. Por el contrario, el ejército de Afranio estaba proveído de todo en abundancia: mucho trigo acopiado y traído de tiempo atrás; mucho que se iba trayendo de toda la provincia, y gran copia de forraje a la mano. Todo esto se lo facilitaba sin ningún riesgo el puente de Lérida y los términos todavía intactos de la otra parte del río, cerrados totalmente para César.
L. Las avenidas duraron muchos días. Tentó César restaurar los puentes, pero ni lo hinchado del río se lo permitía, ni se lo dejarían ejecutar las cohortes de los contrarios apostadas sobre la ribera; y érales esto fácil, así por la calidad del mismo río y altura del agua, como porque de todas las márgenes asestaban los tiros contra un solo y estrecho sitio, con que se hacía difícil a César asentar al mismo tiempo la obra en un río rapidísimo y ponerse a cubierto de los tiros.
LI. Tiene Afranio noticia que los grandes convoyes, dirigidos a César, habían hecho alto a la orilla del río. Venían en ellos flecheros de Rodas y caballeros de la Galia con muchos carros y grandes equipajes, como lo tienen de costumbre los galos; demás de éstos, seis mil hombres de todas clases con sus familias, pero sin ningún orden ni subordinación, puesto que cada uno se gobernaba a su arbitrio, y todos caminaban sin recelo, conforme a la libertad de los tiempos pasados y franqueza de los caminos. Venían muchos mancebos nobles, hijos de senadores y caballeros; venían diputados de las ciudades y también legados de César. Todos éstos estaban detenidos por los ríos. Afranio con fin de sorprenderlos marcha de noche con toda la caballería y tres legiones, y da en ellos de improviso con la caballería por delante. No obstante, los jinetes galos se ordenaron bien presto y trabaron la batalla, en que siendo pocos, se sostuvieron contra muchos, mientras fueron las armas iguales; pero luego que vieron avanzar las banderas de las legiones, con pérdida de algunos se retiraron a los montes vecinos. El accidente de este choque dio la vida a los nuestros, porque aprovechándose de él se retiraron a las alturas. Faltaron este día cerca de doscientos flecheros, algunos caballos y no muchos de los gastadores y bagajes.
LII. Con todos estos azares se encarecieron los abastos, como suele suceder no sólo por la carestía presente, sino también por el temor de la venidera. Vendíase ya el celemín de trigo por cincuenta dineros, y los soldados por falta de pan estaban enflaquecidos; iban las incomodidades creciendo por días, y en tan poco tiempo se habían trocado tanto las cosas, y mudádose la fortuna de manera que los nuestros carecían de las cosas más necesarias y ellos abundaban de todo, y así se miraban como superiores. César a las ciudades de su bando, a falta de granos, pedía ganados, y a los pueblos más lejanos enviaba vivanderos, en tanto que por todos los medios posibles procuraba remediar la necesidad presente.
LIII. Afranio, Petreyo y sus amigos escribían a los suyos todas estas cosas a Roma ponderándolas y abultando aún mucho más de lo que eran; muchas noticias falsas se divulgaban, de suerte que la guerra se daba casi por concluida. Publicadas en Roma tales cartas y nuevas, era grande el concurso de gentes a la casa de Afranio, dándose alegres parabienes. Muchos partían de Italia para Pompeyo: unos por ser los primeros a ganar las albricias; otros porque no se dijese haber estado esperando el suceso de la guerra, o haber sido a venir los postreros de todos.
LIV. Estando tan mal parada la cosa, y todos los caminos cogidos por los soldados y caballos de Afranio, no siendo posible reparar los puentes, manda César a los suyos fabricar barcas de la misma hechura que habían visto usar años atrás en Bretaña. Hacíase primero la quilla y la armazón de madera ligera; lo restante del casco tejido de mimbres, cubríase con cueros. Luego que las vio concluidas, hízolas conducir de noche en carros pareados veintidós millas más allá de los reales, y a los soldados pasar en ellas el río; coge al improviso un ribazo contiguo a la ribera y le fortifica primero que lo advirtiesen los enemigos. Transporta después aquí una legión, y comenzando la fábrica del puente por ambas partes, le concluye en dos días. Así abre paso seguro para su campo a los convoyes y & los que se habían alejado en busca de provisiones, y empieza a dar disposiciones sobre vituallas.
LV. El mismo día hizo pasar gran parte de la caballería; la cual asaltando a los forrajeadores que bien descuidados andaban sin recelo desparramados, se apodera de gran número de bestias y hombres; y viniendo al socorro en dos trozos: el uno para guardar la presa, el otro para resistir y rechazar a los que venían; y una partida desmandada de las otras, que se adelantó incautamente, cortándole la retirada, la destrozó enteramente, con que, sin perder un hombre, vuelven por el mismo puente al campo cargados de despojos.
(…)
LIX. Con la noticia (de una batalla naval cerca de Marsella) que recibió César en Lérida de este suceso, acabado ya el puente, presto se trocó la fortuna. Los enemigos, intimidados del valor de nuestra caballería, no osaban correr tan libremente la campiña. Unas veces, sin apartarse mucho de los reales por tener pronta la retirada, forrajeaban dentro de corto espacio; otras, tomando un grande rodeo, evitaban el encuentro de los piquetes apostados; tal vez con ocasión de algún daño recibido, o con sólo ver de lejos los caballos, de la mitad del camino, dejando las cargas, echaban a huir, y últimamente hubieron de dejar el forraje varios días, y contra la costumbre de todo el mundo ir de noche a buscarlo.
LX. Entre tanto, los de Huesca y los de Calahorra agregados a su jurisdicción enviaban diputados a César ofreciéndose a su obediencia. Siguiéronse los de Tarragona, Jaca y los ausetanos, y poco después los ilergaones vecinos al Ebro. Pide a todos éstos le acudan con bastimentos; prométenlo, y luego juntando caballerías de todas partes, se los llevan al campo. A vueltas de esto una cohorte de ilergaones, sabida la determinación de su república, alzados los estandartes del puesto que guardaba, se pasó a César. En la hora mudan notablemente el aspecto las cosas. Concluido el puente, cinco ciudades principales declaradas amigas, corrientes las provisiones, desvanecidos los rumores de los socorros de las legiones que decían venir con Pompeyo por Mauritania; muchas comunidades de las más remotas renuncian la amistad de Afranio y siguen el partido de César.
LXI. Con lo cual perturbados los contrarios, César, por no tener siempre que destacar la caballería dando un rodeo por el puente, visto un paraje a propósito, determinó abrir muchas zanjas de treinta pies en hondo para echar por ellas parte del río Segre y con esto hacerle vadeable. Estando a punto de concluirlas, Afranio y Petreyo entran en gran temor de ser totalmente privados de los víveres por la mucha ventaja de la caballería de César; y así resuelven dejar este país, y trasladar la guerra a la Celtiberia. A esta resolución contribuía también el que allí en los dos bandos contrarios, las ciudades que siguieron las partes de Sertorio en la guerra pasada, por haber sido vencidas, respetaban el nombre del imperio del vencedor, bien que ausente. Las que constantemente estuvieron a devoción de Pompeyo, amábanle por los grandes beneficios recibidos; al contrario, el nombre de César era menos conocido entre los bárbaros; de donde se prometían grandes refuerzos de gente de a caballo y de a pie, y hacían cuenta de ir prolongando en sus tierras la guerra hasta el invierno. Tomada esta resolución, mandan coger barcas por todo el Ebro y conducirlas a Octogesa. Estaba esta ciudad a la ribera del Ebro, distante veinte millas de los reales. Aquí disponen formar un puente de barcas, y haciendo pasar dos legiones por el Segre, fortifican su campo con un vallado de doce pies.
LXII. Averiguado por los batidores la intención de los enemigos, César, mediante el trabajo de los soldados continuado día y noche en desangrar el río, tenía ya la cosa puesta en término de que la caballería, si bien con alguna dificultad y molestia, pudiese, no obstante, y aun osase vadear el río; puesto que la infantería, con el agua hasta los hombros y cuello, mal podía esguazarlo, así por lo crecido, como por lo arrebatado de la corriente. Con todo eso, casi al tiempo mismo que vino la noticia de que el puente sobre el Ebro estaba para concluirse, se halló vado en el Segre.
LXIII. En vista de esto juzgaron los soldados de Afranio que debían acelerar la marcha. Así que, dejados dos cohortes de los auxiliares para la defensa de Lérida, pasan con todas las tropas el Segre, y vienen a unirse con las dos legiones que habían pasado días antes. A César no quedaba más arbitrio que ir con la caballería incomodando y picando el ejército de los contrarios, ya que la marcha del suyo por el puente no podía ser sin mucho rodeo, y ellos en tanto por camino más breve podían arribar al Ebro. La caballería pasa el río por el vado; y dado que Petreyo y Afranio alzaron el campo a medianoche, se dejó ver de improviso sobre la retaguardia de los enemigos, y tirando a cortarla y coger en medio, empezó a embarazarla y hacerle suspender la marcha.
LXIV. Al rayar del alba, desde las alturas vecinas a nuestros reales se alcanzaba a ver cómo los nuestros ponían en grande aprieto las últimas filas de los contrarios; cómo a veces paraba la retaguardia y quedaba cortada; otras revolvían contra los nuestros, y acometiendo con las cohortes unidas, los rebatían, y luego al dar ellos la vuelta, los nuestros tornaban a perseguirlos. A vista de esto, los soldados por todo el campo juntándose en corrillos, se quejaban de que se dejase escapar al enemigo de entre las manos, con lo cual necesariamente se alargaba la guerra. Corrían a los centuriones y tribunos suplicando hiciesen saber a César, «que no tenía que reparar en su trabajo y peligro; que prontos estaban, y se ofrecían a vadear el río por donde pudo vadearle la caballería». Movido César de las instancias y empeño de los soldados, aunque temía exponer el ejército al riesgo de río tan caudaloso, sin embargo, resolvió tentar el vado y hacer la prueba. Con tanto manda segregar de las compañías los soldados que por falta de ánimo o de fuerzas parecía no podrían servir en la facción; déjalos en el campo con una legión; saca a la ligera las demás, y puesto de la parte de arriba y abajo de la corriente gran número de caballos, hace pasar el ejército por medio. Algunos soldados arrebatados de la violencia del río son detenidos y ayudados por la caballería, sin que ninguno se ahogase. Pasado el ejército sin desgracia, ordenó sus tropas, y empezó a marchar en tres columnas, con tanto denuedo de los soldados, que con haber rodeado seis millas y tardado mucho en vadear el río, antes de las nueve horas del sol pudieron alcanzar a los que habían salido a medianoche.
LXV. Cuando Afranio y Petreyo vistos a lo lejos los hubieron reconocido, espantados de la novedad, toman las alturas y ponen la gente en batalla. César en las llanuras hace reposar la suya por no llevarla fatigada al combate. Mas intentando los enemigos proseguir el viaje, sigue el alcance y les hace suspender la marcha. Ellos por necesidad se acampan antes de lo que tenían determinado, porque seguían unos montes, y a cinco millas iban a dar en senderos escabrosos y estrechos. Dentro de estos montes pensaban refugiarse para librarse de la caballería de César, y cerradas con guardias las gargantas, estorbarnos el paso, y con eso pasar ellos sin riesgo ni temor el Ebro. Esto era lo que habían de haber procurado y ejecutado a toda costa, pero rendidos del combate de todo el día y de la fatiga del camino, lo dilataron al día siguiente. César entre tanto asienta sus reales en un collado cercano.
LXVI. A eso de la medianoche cogió nuestra caballería algunos que se habían alejado del campo en busca de agua; averigua de ellos César que los generales enemigos iban a marchar de callada. Sabido esto, manda dar la señal de marcha y levantar los ranchos. Ellos que oyen la gritería, temiendo verse precisados a pelear de noche y con las cargas a cuestas, o que la caballería de César los detuviese en los desfiladeros, suspenden la marcha y se mantienen dentro de los reales. Al otro día sale Petreyo con algunos caballos a descubrir el terreno. Mácese lo mismo de parte de César, quien destaca a Decidió Saja con un piquete a reconocer el campo. Entrambos vuelven a los suyos con una misma relación: que las cinco primeras millas eran de camino llano; entraban luego las sierras y los montes; que quien cogiese primero estos desfiladeros, sin dificultad cerraría el paso al enemigo.
LXVII. Petreyo y Afranio tuvieron consejo sobre el caso, y se deliberó acerca del tiempo de la partida. Los más eran de parecer que se hiciese de noche; que se podría llegar a las gargantas antes que fuesen sentidos. Otros, de la generala tocada la noche antecedente en el campo de César, inferían ser imposible encubrir su salida; que por la noche recorría la caballería de César el contorno y tenía cogidos todos los puestos y caminos; que las batallas nocturnas se debían evitar, porque cuando la guerra es civil, el soldado, una vez sobrecogido del miedo, suele moverse más por él que no por el juramento que prestó. Al contrario la luz del día causa de suyo mucho rubor a los ojos de todos, y no menos la vista de los tribunos y centuriones, lo cual sirve de freno y también de estímulo a los soldados; que por eso, bien mirado todo, era menester romper de día claro, que puesto caso que se recibiese algún daño, se podría a lo menos, salvando el cuerpo del ejército, coger el sitio que pretendían. Este dictamen prevaleció en el consejo, y así se determinó marchar al amanecer del día siguiente.
LXVIII. César, bien informado de las veredas, al despuntar el alba, saca todas las tropas de los reales, y dando un gran rodeo, las va guiando sin seguir senda fija. Porque los caminos que iban al Ebro y a Octogesa estaban cerrados por el campo enemigo. Él tenía que atravesar valles muy hondos y quebrados; en muchos parajes los ciscos escarpados embarazaban la marcha, siendo forzoso pasar de mano en mano las armas, y que los soldados en cuerpo sin ellas, dándose unos a otros las manos, hiciesen gran parte de camino. Mas ninguno rehusaba este trabajo con la esperanza de poner fin a todos, si una vez lograban cerrar el paso del Ebro al enemigo y cortarle los víveres.
LXIX. Al principio los soldados de Afranio salían alegres corriendo de los reales a verlos, y les daban vaya gritando, «que por no tener que comer iban huyendo y se volvían a Lérida». En realidad el camino no llevaba al término propuesto, antes parecía enderezarse a la parte contraria. Con eso sus comandantes no se hartaban de aplaudir su resolución de haberse quedado en los reales; y se confirmaban mucho más en su opinión viéndolos puestos en viaje sin, bestias ni cargas, por donde presumían que no podrían por largo tiempo resistir al hambre. Mas cuando los vieron torcer poco a poco la marcha sobre la derecha, y repararon que ya los primeros se iban sobreponiendo al sitio de los reales, ninguno hubo tan lerdo ni tan enemigo del trabajo que no juzgase ser preciso salir al punto de las trincheras y atajarlos. Tocan alarma, y todas las tropas, menos algunas cohortes que dejaron de guardia, mueven y van en derechura al Ebro.
LXX. Todo el empeño era sobrecoger la delantera y ocupar primero las gargantas y montes. A César retardaba lo embarazoso de los caminos; a las tropas de Afranio la caballería de César que les iba a los alcances. Verdad es que los afranianos se hallaban reducidos a tal estado que si arribaban los primeros a los montes, como pretendían, libraban en sí sus personas, mas no podían salvar los bagajes de todo el ejército ni las cohortes dejadas en los reales, a que de ningún modo era posible socorrer, quedando cortadas por el ejército de César. César llegó el primero, y bajando de las sierras a campo raso, ordena en él sus tropas en batalla. Afranio, viendo su retaguardia molestada por la caballería, y delante de sí al enemigo, hallando por fortuna un collado, hizo alto en él. Desde allí destaca cuatro cohortes de adargueros al monte que a vista de todos se descubría el más encumbrado, ordenándoles que a todo correr vayan a ocuparlo, con ánimo de pasar, él allá con todas las tropas, y mudando de ruta, encaminarse por las cordilleras a Octogesa. Al tomar los adargueros la travesía para el monte, la caballería de César que los vio, se disparó contra ellos impetuosamente; a cuya furia no pudieron resistir ni siquiera un momento, sino que cogidos en medio, todos a la vista de ambos ejércitos fueron destrozados.
LXXI. Era ésta buena ocasión de concluir gloriosamente la empresa. Ni César dejaba de conocer que, a vista de la pérdida tan grande que acababa de recibir, atemorizado el ejército contrario, no podría contrastar, y más estando de todas partes cercado por la caballería, siendo el campo de batalla llano y despejado. Pedíanselo eso todos con instancias; legados, centuriones, tribunos corrían juntos a rogarle «no se detuviese en dar la batalla; que todos sus soldados estaban a cual más pronto; que al contrario, los de Afranio en muchas cosas habían dado muestras de su temor: en no haber socorrido a los suyos; en no bajar del collado; en no saberse defender de la caballería; en no guardar las filas, hacinados todos con sus banderas en un lugar. Que si reparaba en la desigualdad del sitio, se ofrecería sin duda ocasión de pelear en alguno proporcionado, pues Afranio seguramente había de mudarse de aquél, donde sin agua mal podía subsistir».
LXXII. César había concebido esperanza de poder acabar con la empresa sin combate y sangre de los suyos, por haber cortado los víveres a los contrarios. « ¿A qué propósito, pues, aun en caso de la victoria, perder alguno de los suyos? ¿A qué fin exponer a las heridas soldados tan leales? Sobre todo, ¿para qué tentar a la fortuna, mayormente siendo no menos propio de un general el vencer con la industria que con la espada?» Causábale también lástima la muerte que preveía de tantos ciudadanos, y quería más lograr su intento sin sacrificar sus vidas. Este consejo de César desaprobaban los más. Y aun los soldados decían sin recato en sus conversaciones, que «ya que se dejaba pasar tan buena ocasión de la victoria, después por más que César lo quisiese, ellos no querrían pelear». Él persevera en su determinación, y se desvía un poco de aquel sitio para ocasionar menos recelo a los contrarios. Petreyo y Afranio, valiéndose de la coyuntura, se recogen a los reales. César, apostadas guardias en las montañas y cerrados todos los pasos para el Ebro, se atrinchera lo más cerca que puede del campo enemigo.
LXXIII. Al otro día los jefes contrarios, muy turbados por haber perdido toda esperanza de las provisiones y del viaje al Ebro, consultaban sobre lo que se debía hacer. Un camino tenían, caso de querer volver a Lérida, otro, si escogían el ir a Tarragona. Estando en estas deliberaciones tienen aviso de que sus aguadores eran molestados de nuestra caballería. Sabido esto, ponen a trechos varios piquetes de a caballo y patrullas de tropas auxiliares, entreverando cohortes de las legiones, y empiezan a tirar una trinchera desde los reales al agua, para poder, cubiertos y sin que fuese menester poner cuerpos de guardia, ir y sacarla. Petreyo y Afranio reparten entre sí el cuidado de la obra, y para su ejecución hubieron de alejarse del campo una buena pieza.
LXXIV. Con su ausencia los soldados, logrando entera libertad de poder hablarse, se acercan sin reparo, y cada cual andaba inquiriendo y preguntando por los conocidos y paisanos que tenía en los reales de César. Primeramente dan todos a todos las gracias, por haberles perdonado el día antes, viéndolos perdidos de miedo, confesando que les debían la vida; tras esto indagan si su general sería de fiar, y si podrían ponerse en sus manos; y se lamentan de no haberlo hecho desde el principio, y de haber tomado las armas contra sus deudos y parientes. Alentados con estas pláticas, piden al general palabra de conservar la vida de Petreyo y Afranio, porque no se creyese que habían maquinado alguna alevosía ni vendido a los «suyos». Con este salvoconducto prometen pasarse luego, y envían los principales centuriones por diputados a César sobre la paz. Entre tanto se convidaban y obsequiaban los amigos y deudos de ambas partes, pasando los unos a los ranchos de los otros; de modo que parecía que de los dos campos se había formado uno solo, y muchos tribunos y centuriones venían a ponerse en manos de César. Lo mismo hicieron varios señores españoles a quien ellos habían llamado y los tenían en el campo como en rehenes. Éstos preguntaban por sus conocidos y huéspedes, para conseguir por su medio ser presentados y recomendados a César. Hasta el joven hijo de Afranio, tomando por medianero al legado Culpicio trataba con César sobre su libertad y la de su padre. Todo eran júbilos y norabuenas: éstos, por verse libres ya de peligros; aquéllos, por haber a su parecer acabado sin sangre tan grandes cosas, con que ahora César a juicio de todos cogía el fruto de su innata mansedumbre, y su consejo era de todos alabado.
LXXV. Advertido Afranio de lo que pasaba, deja la obra comenzada y retírase a los reales, dispuesto según parecía a sufrir con ánimo tranquilo y sereno cualquier acontecimiento. Pero Petreyo no se abandonó tan pronto; arma sus criados; con éstos, con las guardias españolas de adargados, y algunos jinetes bárbaros favorecidos suyos que solía tener consigo para su resguardo, vuela de improviso a las trincheras, corta las pláticas de los soldados, echa a los nuestros del campo, y mata a cuantos caen en sus manos. Los demás se unen entre sí, y asustados con aquel impensado peligro, tercian los capotes y desenvainan las espadas; y de esta suerte se defienden contra los soldados de adarga y de a caballo, fiados en la cercanía de los reales, donde se van retirando al amparo de las cohortes que hacían guardia en las puertas.
LXXVI. Hecho esto, Petreyo recorre llorando las tiendas; llama por su nombre a los soldados, y les ruega «que no quieran entregar su persona y la de su general Pompeyo ausente en manos de sus enemigos». Concurren luego al pretorio los soldados. Pide que todos juren no abandonar ni ser traidores al ejército ni a los capitanes, ni tomar por sí consejo aparte sin consentimiento de los otros. Él mismo juró así el primero, y luego Afranio, a quien obligó a hacerlo en igual forma. Síguense los tribunos y centuriones, y tras ellos los soldados presentados por centurias. Echan bando que quienquiera que tuviese oculto algún soldado de César, le descubra. A los entregados degüéllanlos públicamente en el pretorio. Con todo, los más encubren a sus huéspedes, y de noche les dan escape por la trinchera. Así el terror impuesto por los jefes, la crueldad del suplicio y el nuevo empeño del juramento cortó toda esperanza de rendición al presente y trocó los corazones de los soldados, reduciendo las cosas al primer estado de la guerra.
LXXVII. César manda buscar con la mayor diligencia los soldados de los contrarios que con ocasión de hablar con los suyos habían pasado al campo, y remitírselos; bien es verdad que de los tribunos y centuriones algunos de su voluntad se quedaron, a los cuales César hizo después grandes honras. Promovió los centuriones a mayores grados, y a los caballeros romanos los reintegró en la dignidad de tribunos.
LXXVIII. Los afranianos padecían ahora mucha falta de forraje y suma escasez de agua; las legiones tenían alguna porción de trigo, porque tuvieron orden de sacarlo de Lérida para veintidós días; a los adargados y auxiliares les había llegado a faltar del todo, así por la cortedad de medios para proveerse, como porque sus cuerpos no estaban hechos a llevar carga. Por cuyo motivo cada día se pasaban muchos de ellos a César. Tal era el aprieto en que se hallaban; sin embargo, entre los dos partidos propuestos parecía el más acertado volver a Lérida, porque allí habían dejado un poco de trigo, donde también esperaban aconsejarse con el tiempo. Tarragona distaba mucho, y en tan largo viaje, claro estaba que podían acaecer muchos contratiempos. Preferido este consejo, alzan el campo. César, echando delante la caballería para que fuese picando la retaguardia y entretuviese la marcha, los va siguiendo detrás con las legiones. A cada instante los últimos tenían que hacer frente a nuestros caballos.
LXXIX. El modo de pelear era éste: un escuadrón volante cerraba la retaguardia, y si el camino era llano, hacían muchas paradas. En teniendo que subir algún monte, la misma dificultad del terreno los libraba de peligro, pues los que iban delante desde arriba cubrían la subida de los otros. En la caída de algún valle o bajada de alguna cuesta, como ni los que se habían adelantado podían ayudar a los que venían detrás, y nuestra caballería disparaba contra ellos de lo alto, entonces eran sus apuros. Así en llegando a semejantes parajes, disponían con gran solicitud que, dada la señal, parasen las legiones y rechazasen vigorosamente a la caballería; que en haciéndola retirar, todos tomando de repente carrera, unos tras otros se dejasen caer en los valles, y marchando en esta forma hasta el monte inmediato, hiciesen alto en él. Pues tan lejos estaban de ser socorridos por su caballería, bien que muy numerosa, que antes, por estar despavorida con los reencuentros pasados, tenían que llevarla en medio y defenderla ellos mismos; ni jinete alguno podía desbandarse sin ser cogido de la caballería de César.
LXXX. Yendo peleando de esta suerte, la marcha era lenta y perezosa, haciendo continuas paradas a trueque de socorrer a los suyos, como entonces aconteció. Porque andadas cuatro millas, y viéndose picar furiosamente por la caballería, hacen alto en un monte elevado, y aquí, sin descargar el bagaje, fortifican su campo por la banda sola que miraba al enemigo. Cuando advirtieron que César había fijado sus reales, armado las tiendas y enviado al forraje la caballería, arrancan súbitamente hacia las seis horas del mismo día, y esperando ganar tiempo durante la ausencia de nuestra caballería, comienzan a marchar. Observado esto, César sacadas las legiones va tras ellos, dejando algunas cohortes para custodia del bagaje. Da contraorden a la caballería y a los forrajeros y manda que a la hora décima sigan a los demás. Prontamente la caballería vuelve del forraje a su ejercicio diario de la marcha. Trábase un recio combate en la retaguardia, tanto que por poco no vuelven las espaldas, y de facto quedan muertos muchos soldados y aun algunos oficiales, íbales a los alcances el ejército de César, y ya todo él estaba encima.
LXXXI. Aquí ya finalmente, no pudiendo hallar sitio acomodado para atrincherarse ni proseguir la marcha, hacen algo por fuerza, y se acampan en un paraje distante del agua, y por la situación peligroso. Mas César por las mismas causas indicadas arriba no los provocó a batalla, y aquel día no permitió armar las tiendas, a fin de que todos estuviesen más expeditos para perseguirles, bien rompiesen de noche o bien de día. Ellos, reconociendo la mala positura de los reales, gastan toda la noche en alargar las fortificaciones, tirando sus líneas enfrente de las de César. En lo mismo se ocupan el día inmediato desde la mañana hasta la noche. Pero al paso que iban adelantando la obra y alargando los reales, se iban alejando más del agua, y procuraban el remedio a los males presentes con otros males. La primera noche nadie sale del campo en busca de agua. Al día siguiente, fuera de la guarnición dejada en los reales, sacan todas las demás tropas al agua, pero ninguna al forraje. César quería más que, humillados con estas calamidades y reducidos al último extremo, se vieran obligados a rendirse, que no derramar sangre peleando. Con todo eso trata de cercarlos con trinchera y foso, a fin de atajarles más fácilmente las salidas repentinas, a que creía habían de recurrir por fuerza. Entonces, parte obligados por la falta de forraje, parte por estar más desembarazados para el viaje, mandan matar todas las bestias de carga.
LXXXII. En estas maniobras y trazas emplearon dos días. Al tercero ya la circunvalación estaba muy adelantada. Ellos por impedirla, dada la señal a eso de las ocho, sacan las legiones, y debajo de las trincheras se forman en batalla. César hace suspender los trabajos, manda juntar toda la caballería y ordena la gente en batalla. Porque dar muestra de rehusar el combate contra el sentir de los soldados y el crédito de todos, parábale gran perjuicio. Eso no obstante, por las razones dichas, que ya son bien notorias, no quería venir a las manos; mayormente considerando que, por la estrechez del terreno, aunque fuesen desbaratados los contrarios, no podía ser la acción decisiva, pues no distaban entre sí los reales sino dos millas. De éstas las dos partes ocupaban las tropas, quedando la tercera sola para el combate. Y cuando se diese la batalla, la vecindad de los reales ofrecía pronto asilo a la fuga de los vencidos. Por eso estaba resuelto a defenderse caso que le atacasen, mas no a ser el primero en acometer.
LXXXIII. El ejército de Afranio estaba dividido en dos cuerpos, uno formado de las legiones quinta y tercera; otro de reserva compuesto de tropas auxiliares. El de César en tres trozos; la primera línea de cada trozo se componía de cuatro cohortes de la quinta legión; la segunda de tres cohortes de las tropas auxiliares, y la tercera de tres distintas legiones. La gente de honda y arco ocupaba el centro; la caballería cubría los costados. Dispuestos en esta forma, cada uno creía lograr su intento: César de no pelear sino forzado; el otro de impedir los trabajos de César. Sin embargo, por entonces no pasaron a más empeño sino el de mantenerse ordenados ambos ejércitos hasta la puesta del Sol, y entonces se retira cada cual a su campo. Al otro día se dispone César a concluir las fortificaciones comenzadas; ellos a tentar el vado del río Segre, a ver si podían atravesarlo. César que lo advirtió, hace pasar el río a los germanos armados a la ligera y a un trozo de caballería, y destruye por la margen diferentes guardias.
LXXXIV. Al cabo, viéndose totalmente sitiados, las caballerías ya cuatro días sin pienso, ellos mismos sin agua, sin leña, sin pan, piden entrevista, y que a ser posible no fuese a presencia de los soldados. Negando esto ultimó César, y concediéndoles el hablar, si querían, en público, entregan en prendas a César el hijo de Afranio. Vienen al paraje señalado por César. Estando los dos ejércitos oyendo, dice Afranio: «Que ni él ni su ejército eran reprensibles por haber querido perseverar fieles a su general Cneo Pompeyo; pero ya habían cumplido con su deber, y harto lo habían pagado con haber padecido la falta de todas las cosas, y más ahora que se ven como fieras acorraladas, privados de agua, sin resquicio para la salida, ya ni el cuerpo puede aguantar el dolor, ni el ánimo la ignominia, por tanto se confiesan vencidos; y si es que hay lugar a la misericordia, ruegan y suplican que no los obliguen a padecer la pena del último suplicio». Estas palabras las pronuncia con la mayor sumisión y reverencia posible.
LXXXV. A esto respondió César: «Que en nadie eran más disonantes las cuitas y lástimas, puesto que todos los demás habían cumplido con su obligación: César en no haber querido pelear aun teniendo las ventajas de la tropa, del lugar y del tiempo, a trueque de que todo se allanase para la paz; su ejército, el cual no obstante la injuria recibida y la muerte cruel de los suyos, salvó a los del campo contrario que tenía en sus manos; los soldados en fin del mismo Afranio, que vinieron por sí a tratar de reconciliación, pensando hacer buenos oficios a favor de los suyos; por manera que toda clase de personas había conspirado a la clemencia; ellos solos, siendo las cabezas, habían aborrecido la paz, violado los tratados y las treguas, pasado a cuchillo a unos hombres desarmados y engañados por palabras amistosas. Así ahora experimentaban en sí lo que de ordinario suele acontecer a hombres demasiado tercos y arrogantes; que al cabo se ven reducidos a solicitar con ansia lo que poco antes desecharon. Mas no por eso piensa aprovecharse del abatimiento en que se hallan, o de las circunstancias favorables para aumentar sus fuerzas, sino que quiere se despidan los ejércitos que ya tantos años han mantenido contra su persona. Pues no por otra causa se han enviado a España seis legiones, ni alistado en ella la séptima, ni apercibido tantas y tan poderosas armadas, ni escogido capitanes expertos en la guerra. Nada de esto se ha ordenado a pacificar las Españas, nada para utilidad de una provincia que por la larga paz ningún socorro había menester. Que todos estos preparativos iban dirigidos muy de antemano contra él; contra él se forjaban generalatos de nueva forma, haciendo que uno mismo a las puertas de Roma gobierne la República, y en ausencia retenga tantos años dos provincias belicosísimas; contra él se había barajado el orden de la sucesión en los empleos, enviando al gobierno de las provincias no ya, como siempre, los que acababan de ser pretores y cónsules, sino los que lograban el favor y voto de unos pocos; contra él no valía la excusa de la edad avanzada, destinando a mandar ejércitos o personas que han cumplido los años de servicios en las guerras pasadas; con él solo no se guardaba lo que a todos los generales se había concedido siempre, que acabadas felizmente sus empresas, vuelvan a sus casas y arrimen el bastón con algún empleo honorífico, o por lo menos sin infamia. Que todo esto así corno lo había sufrido hasta aquí con paciencia, también pensaba sufrirlo en adelante; ni ahora era su intención quedarse con el ejército quitándoselo a ellos contra su persona; por tanto saliesen, conforme a lo dicho, de las provincias y licenciasen las tropas. Así él no haría mal a nadie; ser ésta la única y final condición de la paz». Esta última proposición fue por cierto de sumo placer para los soldados, como por sus ademanes se pudo conocer; que cuando por ser vencidos temían algún desastre, conseguían sin pretenderlo el retiro. Con efecto, suscitándose alguna diferencia acerca del lugar y tiempo de la ejecución, todos a una desde las líneas donde estaban asomados, con voces y ademanes pedían los licenciasen luego; que aunque más palabras se diesen, no se podían fiar si se difería para otro tiempo. Después de algunos debates entre ambas partes, finalmente se resolvió que los que tenían domicilio y posesiones en España fuesen a la hora despedidos, los demás en llegando al río Varo. Asentóse que no se les haría daño, y que ninguno por fuerza sería obligado por César a alistarse bajo sus banderas.
nota: el río Varo (ahora Var) está en la Provenza y n cierto sentido era la frontera de la Italia de entonces