Día 24 – 17 de junio. El hambre que no cesa.
Según pasan los días los batallones y regimientos empiezan a estar más cerca unos de otros. Se nota que Wellington está concentrando las fuerzas ante una posible batalla decisiva. Además estamos entrando en un laberinto de valles estrechos y con pocos caminos.
Esta mañana hemos salido de buena hora de Medina, pues nos espera una buena caminata y las divisiones tienen que ir una tras otra. Pensando en aprovechar la ocasión para palpar el ambiente en otros regimientos, me voy dejando caer. Bueno, no me resulta nada fácil mantener el ritmo de estos soldados.
Pero en un punto oigo una voz que sale de las filas. Es el viejo conocido Edward Costello, que me saluda con ganas de hablar. Esta vez tiene una anécdota calentita.
«Ayer tuvimos movida en el campamento. Como apenas recibimos raciones y el estómago nos las reclama, yo y uno o dos compañeros más, teniendo algunos centavos, decidimos salir a comprar pan en un pequeño pueblo que vimos al otro lado del río. Lo teníamos que hacer a escondidas, ya que no se nos permitía movernos de nuestro campamento, Vadeamos el río sin ser vistos y entramos en el pueblo. Allí, sin embargo, la alarma de la gente se hizo muy grande a nuestra aparición, y no queriendo aparentemente tener ningún trato con nosotros, pidieron un precio inmenso por el pan. Irritados por esta conducta, y apremiados por el hambre, cada hombre tomó una hogaza y arrojó el precio habitual en el país. Al ver que todos estábamos totalmente desarmados, porque ni siquiera teníamos nuestras armas de mano, inmediatamente la gente levantó un clamor contra nosotros, y tuvimos que correr para ponernos a salvo. Así lo hicimos, llevando los panes con nosotros, hasta que nos alcanzaron algunos de los campesinos de pies ligeros, que se nos acercaron con cuchillos y garrotes. Estando así nuestras vidas en peligro por el pan tan caro obtenido, nuestro grupo inmediatamente recurrió a las piedras para defenderse. ‘¡Muerte a los perros ingleses!, ¡matad a los perros ingleses!’, era el grito general de los españoles, mientras blandían sus largos cuchillos. Evidentemente estaban a punto de precipitarse sobre nosotros, lo que sería el fin de mis propias aventuras personales , y de las de mis camaradas, pues con toda probabilidad habríamos sido liquidados en el acto, cuando varios hombres de los regimientos 43 y 52, pertenecientes a nuestra división, llegaron corriendo, como nosotros, buscando alimento. Ahora era el turno de los españoles de retirarse, lo que hicieron a toda prisa.»
«Apenas habíamos escapado del ataque de los españoles y llegado a la orilla del río, cuando el general Sir Lowry Cole de la 4ª división vino galopando hacia nosotros con parte del estado mayor, como si fuera la policía militar. ‘¡Hola! ¡Grandes pillos de la Ligera! ¡Alto!’ fue la orden del General, mientras se quitaba los anteojos con patillas que solía usar. Un solo recurso nos quedaba, y era tirarnos al río, que en aquella parte era muy hondo, y cruzarlo a nado, manteniendo el pan entre los dientes.»
«Lo hicimos de inmediato, cuando Sir Lowry, en un tono agitado, que hacía honor a su corazón, gritó: ‘¡Regresen, hombres, por el amor de Dios, que se ahogarán! Regresen, y no los castigaré’. Pero los temores del general eran innecesarios; pronto llegamos a la otra orilla.»
«Al llegar a nuestro campamento resultó que habían pasado lista varias veces y nos habían marcado como ‘ausentes sin permiso’; pero tuvimos la suerte de escapar con una leve reprimenda.”
En la trasera del 95º A veces se ven soldados sueltos de otros regimientos, con sus casacas rojas, solos o en pequeños grupos. Mi primera impresión es que debe tratarse de soldados de batallones menos disciplinados. Por curiosidad me retraso y me acerco a uno de ellos para ver cómo llevan la inquietudes gastronómicas.
Nada más aproximarme me pregunta directamente si tengo algo para comer, y no parece que sea el quien quiera ofrecérmelo, sino que está hambriento, como casi todo el ejército aliado a estas alturas de la marcha.
Me cuenta su historia y la intentaré reflejar lo más fielmente posible, porque nos da una idea del ambiente que empieza a vivirse.
Se llama John Green y, como bien había adivinado, no pertenece a la División Ligera, sino al 68º regimiento, que está encuadrado en la 7ª, la del general Dalhousie. Ellos marchaban por nuestro flanco izquierdo, pero el relieve ha hecho perder algo del orden que se llevaba en las amplias llanuras castellanas y hay no pocos retrasados que aprovechan esa pequeña libertad para ir a su aire durante cada etapa.
Green tiene 23 años recién cumplidos, pues su aniversario fue anteayer. Huérfano de muy joven empezó a trabajar en un telar de alfombras. Cuando tenia solo 16 años un reclutador le ofreció formar un contrato de siete años por 16 guineas. Le pareció bien, pero su escasa estatura podía ser un inconveniente. No tenía más 1,56, cuando pedían al menos 1,65. En la revisión el oficial preguntó al médico si pensaba que aún podría crecer. Creo que más la edad era más la alimentación la que limitaba su crecimiento, pues a tenor de lo que me contaba el hambre había estado muy presente en su vida. Pero dadas las circunstancias de guerra lo aceptaron. Unos años más tarde, ya con veintiuno su batallón fue trasladado a la península.
Pero voy a dejar que cuente el:
“Ayer cruzamos el Ebro. Después que hubimos acampado, fui enviado de guardia al almacén de intendencia; Pero tal era la escasez de pan, que el deber de guardia era meramente nominal, porque no teníamos nada que proteger, excepto al suboficial de intendencia: hicimos todas las formalidades, colocando un centinela sobre su tienda y relevándolo cada dos horas. Aquí tampoco tuvimos pan, pero recibimos dos libras de carne de res, o más bien de carroña; porque estoy seguro de que la gente de Inglaterra no lo habría comido; Nunca vi nada igual antes.»
«Esta misma mañana (el 17 de junio) marchamos con la reata de mulas de intendencia: había algunas hogazas de pan, que estaban a cargo de unos soldados portugueses. Subiendo un cerro muy empinado, llegamos a un seto lleno de manzanos silvestres y tal era nuestro afán por conseguir comida, que nos pusimos a comerlos con tanta avidez como si fueran el manjar más delicioso.»
Yo le miré con algún escepticismo, ya que por esta fecha los manzanos no están nada crecidos, quizás fuera otro fruto? ¿quizás se tratara de cerezas? ¿o quizás de las bayas de su imaginación? Debía estar atento a posible gazapos para evaluar la verdad de su relato. Yo no voy a inventar nada de su testimonio. La verdad es que por lo que me contaba estaba bastante obsesionado con la comida desde hacía muchos días. ¡Que opinen los lectores!
“Por fin proseguimos nuestra marcha, pero no habíamos avanzado mucho cuando descubrimos que uno de los soldados portugueses estaba robando algunos de los panes. Lo atrapé en el mismo acto, y contándoselo a mis compañeros, hicimos una especie de consejo y lo hicimos prisionero, diciéndole que debíamos informar al oficial de intendencia. Nos dijo que si no lo denunciábamos, repartiría una hogaza entre nosotros. Estuvimos de acuerdo con esta oferta e inmediatamente nos sentamos y repartimos el pan. Tras comerlo, proseguimos nuestro viaje, pero el pequeño trozo de pan que había comido me dio tanta hambre que no sabía qué hacer conmigo mismo.»
«Tras caminar un par de millas, hicimos una propuesta al cabo de la guardia. Si nos permitía desviarnos dos o tres millas del camino para tratar de conseguir algunas provisiones, el tendría una parte de lo que pudiéramos obtener. Éramos cuatro en este grupo, dos de los cuales se llamaban Lee y Jones. Partimos en busca de algo para comer, y estábamos decididos a apoderarnos de lo que hubiera en el país. Sólo habíamos avanzado otras dos millas cuando descubrimos un pueblo al que entramos. Vimos a unos niños pequeños corriendo sueltos por las calles. Estaba a punto de preguntar a uno de ellos, cuando Lee me detuvo y dijo que tenía una idea mejor. Inmediatamente entramos en una de las casas, donde todo era ruina y desolación: los muebles rotos, los habitantes habían huido y no se veía nada de comer, excepto unas lonchas de tocino, que cogí y comí con glotonería. Salimos de aquella casa miserable y fuimos a otra que estaba habitada: el hombre, su mujer y sus hijos estaban en la puerta llorando; nos dijeron que los franceses se habían llevado todo el pan y la harina del pueblo. Eso no lo creímos. A pesar del clamor y la súplica de la familia, entramos en la casa y comenzamos a buscar sus escondidos tesoros alimenticios. Habiendo encontrado algo de trigo y maíz, salí de la habitación, muy complacido con mi premio. Luego nos reunimos frente a la casa y exigimos al campesino, en términos enérgicos, más provisiones, hablándole de nuestra necesidad.»
«En ese momento, un soldado portugués, que acababa de unirse a nuestro grupo, se me acercó y me dijo que un campesino había pillado a uno de mis camaradas en el establo y que seguramente iba a matarlo con su cuchillo. Al escuchar esto, descubrimos que Lee no estaba. El soldado portugués y yo fuimos inmediatamente a la puerta del establo, y con nuestros mosquetes la forzamos. Entonces supimos que Lee había prometido al español que si le le daba un poco de harina, nos engañaría con el resto. En el momento en que entramos en el establo, uno de los hombres agarró el saco de harina con la intención de llevárselo; en el forcejeo mi bayoneta cayó de su vaina, la agarró el español, y alzó la mano para traspasarme; pero el soldado portugués lo tiró hacia atrás, y Jones, siendo un hombre fuerte, agarró la bolsa y se la llevó triunfalmente. No podríamos habernos regocijado más si hubiera sido una bolsa de diamantes. Una vez que salimos del poblado , dividimos el botín dando a cada uno su parte correspondiente. Obtuve unas quince libras, pero Lee no tuvo parte con nosotros, porque consideramos que se había comportado infielmente. Después de dividir el balde, salimos de esta parte lo más pronto posible, y llegando al camino principal, proseguimos nuestra marcha.»
«No pude evitar reflexionar sobre la miseria y los horrores de la guerra: era el hambre, y solo eso, lo que nos impulsaba a muchos de nosotros a tomar lo que no era nuestro. Si nos hubieran descubierto, habríamos sido severamente castigados; porque nuestros comandantes eran muy estrictos en la protección de los españoles contra furores de este tipo. Pero el hambre es una espina afilada, y pocos habrían actuado de otra manera.»
«Enseguida llegamos a otro pueblo y encendimos un fuego para cocinar un poco de harina y agua, pero no teníamos ni un grano de sal. El primer hombre que pasó por allí afortunadamente tenía un poco, y le invitamos a participar de nuestra comida. Nada podía exceder la miseria de este pueblo: no se encontraba en él nada para comer; los soldados rezagados incluso habían robado a las abejas su miel y habían matado casi todas las aves de corral que pudieron encontrar. Yo mismo perseguí largo rato a una, pero no pude alcanzarla.»
«Después de degustar nuestra papilla de harina y agua, y descansar una hora, proseguimos nuestra marcha. Cuando habíamos caminado unas seis millas, nos sentamos a descansar al lado de un hermoso manantial de agua: una reata de mulas pasaba en ese momento. Uno de nuestro grupo consiguió una hogaza de pan y la compartió. En este momento pasaba una pobre mujer del ejército, y de la manera más conmovedora nos pidió un bocado de pan, diciendo que no había comido nada en tres días; pero tal era la escasez de ese valioso artículo, que no le dimos ni un trozo, pues no sabíamos cuándo podríamos conseguir otro. A algunos les puede parecer extraño que no aliviamos la necesidad de esta pobre mujer; pero no parecerá así cuando se considera que el pan pesaba sólo tres libras, y había seis hombres hambrientos para comerlo: además, había cientos en el mismo camino en la misma situación. En esta crisis que pasábamos, cada uno miraba por sí mismo, como ocurre invariablemente en tiempos de hambruna.»
«Tras haber comido nuestro pan y beber un trago de esta agua dulce y refrescante, proseguimos nuestra marcha. Pasamos por otro pueblo y vimos varias escenas dolorosas y desgarradoras entre los soldados hambrientos y sus esposas.»
«Llegamos al campamento de nuestra división alrededor de las ocho de la noche y nos unimos a nuestras respectivas compañías. Era mi deseo compartir la harina con mi camarada, pero él estaba de guardia. Después de la cena, me acosté en la tienda, puse la harina debajo de mi cabeza y dormí profundamente hasta la mañana; pero cuando me desperté, para mi gran dolor, casi toda mi harina había desaparecido. En verdad creo que si hubiera descubierto al ladrón, le habría podido matar, porque había arriesgado mi vida por la harina, y perderla de esta manera me pareció en ese momento algo difícil de sobrellevar. Hoy espero encontrar a mi camarada, pero solo podré darle una pequeña parte de la harina que había conseguido. Tenía la intención de que hubiéramos disfrutado juntos, pero parece que no lograremos calmar nuestra hambre.”
Aparentemente el ejército de Wellington avanzaba decidido a entablar combate con los franceses, pero la escasez de comida me creaba dudas de que pudiera llegar a buen término.