Día 01 – 25 de mayo. Buscando al Duque de Wellington
Voy camino del pueblo portugués de Freineda, en donde ha instalado su Cuartel general el Duque de Wellington.
Si quiero “incrustarme” en el ejército, necesito contar con algún permiso o, al menos, que se me considere parte de la multitud que forma un ejército. No todos son soldados, pues hay innumerables transportistas y gentes que acompañan a los militares, entre ellos no pocas mujeres y, algunos niños. No han aparecido aún corresponsales o periodistas, así que será difícil explicar mi presencia.
Al llegar a la “raya” de Portugal me he cambiado no solo de país sino también de época. Se supone que llegaba a uno de los campos fortificados donde han pasado el invierno los regimientos ingleses y portugueses. Pero sorprendentemente no he visto apenas soldados. Freineda parece especialmente tranquilo, casi abandonado.
En la plaza, frente a la iglesia se encuentra el Cuartel general, un pequeño edificio con alguno despachos y una pequeña sala. En la puerta veo a un par de edecanes cargando un carro con papeles y libros. A ellos me dirijo, sin saber en qué tono o con qué expresión hacerlo:
—Buenos días, señores, ¿Está el Duque de Wellington?
—Buenos días, tenga usted. ¿Por quién pregunta?
—Por el Duque de Wellington, si ustedes son tan amables
Se miraron entre ellos antes de contestar
—No, no hay por aquí ningún Uelintón. El único Duque que había es el de Ciudad Rodrigo y hace unos días que partió.
¿Me habrá fallado el “parato” y estaré en otra época o en otro pueblo?
—¿Estamos bien en Freineda?
Y de golpe comprendí. El general al que buscaba no había recibido aún ese título con el que pasaría a la posteridad.
—Disculpen, quiero decir que busco al general Arturo Wellesley.
—Como le dijimos, el Duque de Ciudad Rodrigo partió hacia esa ciudad el sábado pasado día 22.
—¿Y la División Ligera?
—Esos partieron ya el día 20 desde Espeja y de los otros cuarteles de invernada
Me llevaba tres días de ventaja. Los regimientos en los que quería “incrustarme” aún más. Debería apresurarme para intentar alcanzarlos. Pero estoy preocupado por la inseguridad de los caminos. Lo mejor será buscar alguna compañía hasta que encuentre al ejército.
—¿saben si alguien va hacia Ciudad Rodrigo y pueda acompañarse?
Uno de los edecanes entro en el edificio y al poco salió con un oficial de estado mayor del ejército español.
—Me han dicho que va en busca del Duque. Yo puedo acompañarlo hasta Fuentes de Oñoro, en donde podrá pasar noche y proseguir mañana hasta Ciudad Rodrigo.
Si me dijo su nombre, no lo he recordado. Servía de enlace de Wellesley con los ejércitos españoles del norte, dislocados en Galicia, Asturias y el Bierzo, así como buen número de partidas guerrilleras más o menos descontroladas. Desde que en septiembre del año anterior el general inglés había sido nombrado por el gobierno español generalísimo de los ejércitos españoles, comandaba todas las fuerzas que iban a participar en la ofensiva que acababa de desencadenarse.
El oficial, sin querer manifestar sospecha alguna, ni siquiera por mi extraña indumenta, quizás protegido por mi edad y mis barbas, se interesó por mi misión. Le expliqué que era un corresponsal que escribía artículos para un periódico americano. Como no conocía ninguno, le dije que se llamaba Word Press y se dio por satisfecho. Más aún, se sitió encantado de contarme cosas que pudieran interesar a mis lectores.
Me topé con cotilla castrense. Me habló de sus oficiales y de lo que esperaban de esta campaña, sin parar, lo que hizo que la legua y media de camino se hiciera corta y entretenida.
El general del ejército del norte era toda una personalidad, el general Castaños, que había recibido un ducado, el de Bailén, en reconocimiento de esa primeriza victoria ante los franceses. Pero, me avanzó mi acompañante, también tuvo su parte en derrotas. Tras una de ellas, en Somosierra, estuvo a punto de morir linchado en Talavera por los soldados sublevados.
Este Castaños, Francisco Javier para más señas, había nacido en Madrid de padres vascos. La madre, labortana de Ainhoa, el padre de Portugalete. Mi interlocutor parecía conocer a toda su familia; entre hermanos, hermanastros y cuñados se reunían un gobernador de Cuba, otro de Florida y las Luisianas, un virrey de Navarra… y otras muchas personalidades con altos cargos.
El hijo de este último, Pedro Agustín Girón, no solo era sobrino de Castaños, sino que además servía a sus órdenes. Girón había nacido en San Sebastián en 1778. En 1802 se había casado con una Ezpeleta, de viejos linajes navarros, por tanto de familia de militares y altos funcionarios coloniales. Su único hijo tendría por entonces diez añitos y había nacido en Pamplona. Hasta ahí lo que me contaba. Luego comprobando la información descubrí que el suegro navarro de Girón acabaría siendo Virrey de Navarra y que su propio hijo, Francisco Javier Girón y Ezpeleta sería el fundador de la Guardia Civil.
Ya estábamos a la vista de los tejados de Fuentes de Oñoro cuando cambió de tema, sin dejar el tono de cotilleo, pero con aire más sombrío. Al pasar por cierto lugar se detuvo y ante mi muda, pero evidente, curiosidad, me dijo:
—Hace solo unos meses, aquí pasó algo terrible. ¡Esta guerra va a acabar con nuestro país!
Lo que me contó no encajaba en nada de lo que sabía sobre la guerra. Así que antes de contároslo quería hacer comprobaciones para asegurarme de su veracidad.
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