Día 03: (08/10/1556 – 15/07/2022) De Lanestosa a Agüera: El Mayordomo Quijada
Luis Méndez de Quijada, mayordomo del emperador
Pase esa noche con el cuerpo cansado de la caminata y la mente dando vueltas a lo que me había dicho el emperador. Era un encargo interesante que iba a hacer más entretenida mi ruta. Ya lo iré descubriendo poco a poco. Ahora solo avanzo que me iba a obligar a conocer con más detalle a los compañeros de viaje, los «sputniks», de Carlos V.
La confirmación llegó al alba. La jornada del día iba a ser dura pues había que superar un puerto de montaña, el de Tornos, para dejar los valles cantábricos y entrar en las merindades del curso alto del Ebro. Habiendo sido introducido entre las autoridades, rápidamente se me acercó un personaje vivo y parlanchín, de unos cincuenta años.
―Disculpad, ¿Sois Don Jesús du Var?
―El mismo, Señor. Buenos días.
―Disculpadme de nuevo. Buenos días. Soy Luis Méndez de Quijada, mayordomo del emperador. ¿Podría caminar a vuestro lado una parte de este trayecto?
Quizás podía atribuir ese respeto mi edad, varios lustros mayor que la de mi interlocutor, quizás a mi barba más blanca que la suya. Pero algo me decía que esa propuesta había sido alentada por el propio emperador. Según avanzaba la conversación me fui convenciendo más y más que había sido enviado por él, un tanto para espiar mis reacciones, otro tanto para proporcionarme informaciones que él mismo no debía transmitir.
En realidad Don Luis era una fuente inagotable de información sobre sí mismo. Pero entre tanta verborrea se cuidaba de mantener a buen recaudo los secretos de estado. Aquella servía de disfraz de estos. Pero casi nada se resistía a mi capacidad de romper esa barrera por medio de las informaciones del futuro. No conocería el principal de esos secretos hasta la noche, cuando me despidiera por unas horas del siglo XVI.
Quijada era más o menos de la misma edad de Carlos y simpre había estado a su servicio. Provenía de una familia castellana de la nobleza menor, que eran señores de Villagarcía de Campos. Era ésta una población bastante próspera, a unas ocho leguas (o horas a pie de buen caminante) de Valladolid y 35 de Burgos. Contaba con tres parroquias y dos centenares de feligreses, a pesar de haber perdido una fuente de riqueza cuando medio siglo antes expulsaron a los vecinos de la aljama judía.
El joven Luis partió pronto a conocer mundo y hacerse una carrera más brillante que la que le esperaba en esas tierras perdidas entre Tordehumos y Villabraxima. Empezó como simple caballerizo a las órdenes de la casa de Borgoña durante la guerra de Comunidades de Castilla y durante treinta años recorrió y batalló junto al emperador por toda Europa y el norte de Africa. Deduje que tanto paralelismo vital debió engendrar amistad y confianza.
Al acercarse a la cincuentena Quijada vio el momento de retirarse de esa agitada y peligrosa vida y de volver a su tierra natal para criar una familia. Ese deseo de retiro era compartido por el emperador, que no veía el momento de abdicar y pasar los últimos años en reposo. Esa circunstancia debió unirles: Ponía Luis tanto realismo al relatar las conversaciones que tuvo con el emperador, mientras despuntaba el alba de la batalla de Mülhberg, que me parecía fácil deducir que en ese momento ambos, o al menos Carlos V, trazaron un plan que les haría cómplices. Pero a continuación Quijada lo embrollaba todo dejando constante la duda de si así había sido.
Lo que era cierto es que Carlos autorizó a su capitán a retirarse a Villagarcía. No tardó además en casar con una joven. noble y adinerada, que le permitió mejorar de posición. Poco después recibió orden imperial de acoger a un niño de corta edad, para que lo educaran como propio. Contrató a un vihuelista, pensando que las dotes musicales convendrían mejor para un futuro religioso, en lugar de las armas que habían sido la inclinación natural de Carlos y de Luis. ¡Qué sorpresa se llevarían! Pero dejemos el futuro para cuando llegue.
En junio de 1556, es decir apenas tres meses antes de que se iniciara el retorno a España del emperador, había recibido el nombramiento como su mayordomo. Llevaba varios años retirado en su Villagarcía de Campos, así que deduje que era una jugada ya estudiada. Carlos V activaba a una persona de confianza pero jubilada, para que le ayudara a organizar su propio retiro.
Poco después recibió carta de Juana de Austria, hija de Carlos V y princesa gobernadora en los reinos de España mientras su padre y hermano estaban en Flandes, para que se acercara por Valladolid para organizar los aposentos. Evidentemente otra petición que llegaba indirectamente de Flandes.
El viaje del emperador iba retrasándose mes tras mes. Todos esperaban confirmación de su llegada. Por entonces la posta, la forma más rápida de enviar físicamente los mensajes, tardaba unos nueve días entre Bruselas y Valladolid. Aún contando con ese decalaje, Juana de Austria se confió y dejó a medias los preparativos de su recibimiento. La navegación fue más rápida y cuando Carlos V se presenta en Laredo, no encuentra más que un Obispo, al que, estando de paso por Burgos, la gobernadora reencaminó hacia el puerto cántabro, para que hubiera alguna autoridad que recibiera a la numerosa comitiva imperial. Le acompañaba un alcalde de corte, es decir una autoridad judicial y media docena de alguaciles a sus órdenes.
Quijada me contaba la cara que puso el emperador al constatar tan escuálido recibimiento. En la flota iban dos reinas y buen número de personas principales y caballeros. Nunca se había visto tan fría recepción. Carlos V preguntó por Quijada, pero no había noticia de él. Se retiró a la casa del condestable y no quiso saber nada hasta que con la llegada de Méndez de Quijada pudiera prepararse la marcha hacia Valladolid y Yuste.
¿Dónde estaba Quijada? En Villagarcía esperando el aviso. Tomada por sorpresa la princesa Juana, al recibir el día 1 de octubre noticia del arribo de la flota a Laredo, despacha un correo para avisarle y rogarle que se apresure. Tedemos a pensar que en el mundo rural de antaño las cosas iban a ritmo pausado. Pero no siempre. A medianoche el correo de Juana llega a Villagarcía y a las cuatro de la mañana, Luis Mendez de Quijada, a sus cerca de sesenta años, monta a caballo, y a la mayor velocidad se encaminó hacia Burgos. A partir de ahí podría utilizar las postas, en donde encontrar monturas descansadas. En tres días cabalgó cerca de trescientos kilómetros.
¡En buena hora llegó! El emperador empezaba a desesperar. Incluso las provisiones de boca parecían escasear, si no en la mesa de los principales personajes, si en las de los cientos de sirvientes, marinos y soldados que se amontonaban en el puerto. Se había mandado a varios navíos a Santander para amortiguar el problema, que se agravaba por falta de numerario para pagar sueldos y compras.
Ahora comprendía los rumores que me habían llegado del malhumor imperial.
No me resisto a hacer un pequeño inciso en el relato. Cuando pude más tarde estudiar la correspondencia sobre estos hechos encontré estas telegráficas frases del secretario: «El Señor Luis Quijada es venido. Con cuya llegada Su Majestad ha holgado harto«.
Quijada lo organizó todo para ponerse en marcha y alejarse lo antes posible de la costa y de aquel barril de pólvora en que se habia convertido, en el que, por si fuera poco, empezaban a aparecer las enfermedades.
Un nuevo inciso que me quema, de nuevo del secretario: «Su Majestad está bien mohíno del mucho descuido que ha habido en no haberse proveído muchas cosas que el Rey tenía mandado como son: de seis capellanes que vinieran sirviendo, porque los que trae están enfermos y cada día es menester buscar un clérigo que le diga misa; de un par de médicos, porque trae la mitad de la gente de su Armada enferma y se le han muerto siete u ocho criados (…) y de aquí discanta y dice otras cosas bien sangrientas«.
Al día siguiente, reunidas caballería y mulas en cantidad abundante pero insuficiente para tamaña multitud de gentes y equipajes, partieron hacia la meseta.
Este era el tercer día y la rutina empezaba a instalarse, lo que ayudaba a la organización, y permitió a Quijada dedicarme el tiempo de estas explicaciones.
En un momento le comenté que según subímos el puerto el camino empeoraba. Entonces su locuacidad pareció disiparse y exclamó:
―Hay malos caminos y peores alojamientos.
Y sincerándose añadió:
―¡Crea vuestra merced que yo llevo la mayor vergüenza del mundo de ver los pocos que somos! Solo yo camino con su majestad, y cuando está bueno, Laxao y el alcalde y cinco alguaciles. Y cuando me veo con tantas varas de justicia, creo que vamos presos el y yo.
(en una fuente de Ampuero están estos dos personajes con porras que me recuerdan al tipo de alguaciles que acompañaban al rey)
Ahora exageraba un poco, porque no hubiera dejado solo a su Señor para marchar junto a mí. La noche anterior se habían incorporado dos embajadores de su hija Juana que ahora le hacían compañía y le ponían al corriente de los asuntos.
Estando a punto de alcanzar el collado del puerto de los Tornos me separé para dejar paso a un correo. Di un brinco al lado del camino real y caí en un lodazal, más bien una pequeña turbera en formación. Hundí los pies hasta la rodilla y empecé a notar la succión del agua negra. Al liberar mis pies, el derecho salió sin su zapatilla. No hubo manera de encontrarla. Tuve que dejar por ahora el siglo XVI para encontrar un buen repuesto.
Así se cortó la conversación con el mayordomo. Me había dado a entender que el, que estaba en el cauce del caudal de confidencias imperiales, sabía del encargo que había recibido. Pero no logré descifrar si su actitud tan abierta era para ofrecerme su ayuda o más bien para que descartara desde el principio las sospechas que pudieran despertarse sobre su culpabilidad.
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