Día 03 – 27 de mayo. Ciudad de los asedios
Llego a Ciudad Rodrigo, pensando encontrar el cuartel general de Welington. Pero el pasó por aquí el 22, lunes en 1813, y no se detuvo más que unas horas para ir a instalarse en Tamames, más cerca de las avanzadas de su ejército.
Hace solo unos días pasaron por aquí cerca algunos regimientos de la División Ligera a la que pretendo alcanzar. Los regimientos habían acampado a orillas del río Agueda. Como sé que antes o después los voy a alcanzar, aprovecharé para tratar del tema de los asedios.
Esta es una cuestión importante en guerra como esta, y lo había sido desde hacía milenios. Cuando un ejército decidía hacerse fuerte en una población amurallada, o eran sus propios habitantes quienes decidían defenderse, al ejército atacante se le presentaba un gran problema.
Buena parte de la técnica militar ha evolucionado reflexionando sobre este problema. ¿Cómo hacer muros más resistentes? ¿cómo configurar fortalezas inexpugnables? ¿Cómo construir obuses y cañones capaces de romper esas defensas? ¿Cómo excavar minas para con su explosión derribar muros y bastiones? De los avances en artillería e ingeniería pocos se acurdan, salvo que visiten un museo muy especializado. De las obras defensivas tenemos un extraordinario muestrario en forma de ciudadelas, murallas…
Menos conocida es la preparación sicológica para el asalto y la defensa. Porque, ha semejanza de muchas guerras modernas, en los asedios de ciudades participan no dos, sino tres elementos: los dos ejércitos y la población civil que las habitan. El hambre y la sed, las enfermedades, la moral, juega un papel determinante que suele desencadenarse por el eslabón más débil, el de los civiles, que no tuvieron la posibilidad o el acierto de escapar antes de verse encerrados.
A veces la población civil es aliada del defensor, a veces del atacante y espera ser liberada. A veces, ni lo uno ni lo otro. Pero sea cual sea su posición, no deja de ser un rehén.
Y otro elemento determinante en las decisiones de los generales, y de los propios soldados, es la desigualdad del campo de batalla. Protegidos por los muros y revellines, es más fácil y menos costoso en vidas humanas, defender que atacar. Imaginaros la próxima vez que visitéis una ciudadela lo que supondría atravesar ese espacio y escalar muros, aunque estos ya estuvieran parcialmente derruidos por la potente artillería de asedio.
Tantos siglos de durísimos asedios llevaron a una forma algo más civilizada de resolverlos. Se entendía que una rendición conllevaba un trato más humano, tanto para los soldados como para la población civil (si era enemiga del atacante), que a lo sumo debía pagar una fuerte suma para compensar, entre otras cosas, las promesas frustradas de botín y saqueo.
Pero como los defensores estaban obligados, por convicción o por órdenes amenazantes, a presentar batalla, se entendía que esa rendición era honorable solamente si el enemigo estaba a punto de asaltar la ciudad o si el hambre y las enfermedades impedían continuar con la defensa. En tiempos napoleónicos esto se entendía cuando las reservas de alimentos se habían agotado o cuando las murallas estaban suficientemente debilitadas y se habían abierto brechas, de manera que en horas o días se iba a producir el asalto armado por la infantería.
Estos asaltos eran terriblemente sangrientos y la proporción de atacantes que morían o quedaban malheridos era altísima. A menudo los generales pedían voluntarios, a los que les llamaban los “enfants perdus” o “forlorn hope” según el bando. No eran solo los más valientes, sino que tenían que reforzar ese valor con buenas dosis de ron y promesas de botín y saqueo. Una vez desencadenado el asalto, era muy difícil detenerlos, aunque tuvieran órdenes de no saquear, por ejemplo porque se tratara de una población aliada.
En fin, que los asedios y asaltos eran de los momentos más trágicos y terribles de las guerras. Uno de los temores de esta ofensiva es que acabara con sitios como ya los había habido en Zaragoza, Gerona, Badajoz… o Ciudad Rodrigo
Esta ciudad estaba amurallada desde hacía siglos, pero paralelamente a la de su gemela portuguesa de Almeida, fue modernizada en los siglos XVII y XVIII, siguiendo las innovaciones de Vauban. Así que a franceses y británicos les parecían posiciones sólidas. Por eso en esta guerra sufrió dos sitios, con sendos asaltos.
En el primero los franceses atacaban al ejército español, que contaba con el apoyo de la población. Finalizó el 9 de julio de 1810 con la rendición de la plaza tras un prolongado bombardeo que destruyó la ciudad. Hubo casi quinientos muertos dentro de la plaza, lo que da idea de la presión que tuvieron. Por parte francesa, hubo “solo” 180 muertos, a pesar de ser los atacantes, ya que la rendición les ahorró la parte más sangrienta y comprometida del asalto. Sin embargo, algunos soldados franceses, viendo frustradas sus expectativas de saqueo, se quejaron y decían que si los españoles hubieran tardado un cuarto de hora más en mostrar la bandera blanca, el asalto ya se hubiera lanzado y nada hubiera podido evitar las violencias, robos y destrucciones que se “merecían” las ciudades que no se rendían. Hay que añadir que el general Masséna también estaba interesado en evitar el saqueo, para evitar complicaciones al rey José, instalado por Napoléon y que quería lograr algún apoyo o al menos reducir la oposición del pueblo español.
El segundo asalto fue más sangriento, con casi un millar de muertos entre ambos bandos. Finalizó con un asalto completado el 20 de enero de 1812. En esta ocasión la población no apoyaba a la guarnición francesa, que los ingleses asaltantes consideraban como aliada. Pero se produjo la catástrofe que puede esperarse cuando se desencadenan las fuerzas de la guerra.
Los ingleses limitaron su bombardeo a una parte de las murallas y a la catedral, convertida en polvorín, cuya fachada quedó como si hubiera sufrido la viruela.
Los asaltantes atacaron por dos brechas abiertas en la muralla a cañonazo limpio. Una de ellas les correspondió a los “forlorn hope” de la División Ligera.
Todo fue muy rápido; el ataque empezó a las 7 menos diez de la tarde del 19 de enero, aprovechando la oscuridad de la noche invernal. Un estudio francés escrito unos años más tarde lo cuenta en detalle: “en cabeza de la columna marchaban ciento cincuenta zapadores, llevando cada uno dos sacos de brezos que arrojaron al foso, para reducir la profundidad de cuatro a solo dos metros y medio. Los ingleses saltaron sobre los sacos o bajaron por las escaleras que llevaban preparadas y se dispusieron a escalar por la brecha de la falsabraga… “ que tenía veinte metros de ancho y una pendiente poco pronunciada. Entretanto los de la División Ligera atacaron otra pequeña brecha, algo alejada y peor defendida. Rápidamente desbordaron a los franceses y entraron en la ciudad. Para las 8 de la noche la ciudad había caído.
En esos setenta minutos las pérdidas inglesas fueron terribles: 146 muertos y 560 heridos.
Alguno se pregunta ¿cómo se abre una brecha en muros de piedra con cañones antiguos? Con insistencia: las baterías británicas dispararon 9.515 cañonazos en los que utilizaron 34 toneladas de pólvora.
Aunque para el final del día los franceses se habían rendido, nada pudo detener un improvisado saqueo, a pesar de que la población era aliada y las órdenes eran de evitarlo, que duró hasta el amanecer. Lord Wellington no logró parar este desorden más que mandando al ejército evacuar la ciudad, no dejando más que algunos retenes de guardia para restablecer la tranquilidad y apagar el incendio que duró seis días y amenazaba con destruir la ciudad.
Hay un elemento en esta historia que me ha interesado en especial para mi caminata. Entre los muertos estaban los dos generales ingleses que encabezaban el ataque, McKinnon y Craufurd. Este último era no solo el jefe en este ataque, sino ademas el jefe de la división ligera y su verdadero creador. No podre encontrarlo en mi caminata pero estudiare las instrucciones que dejó para sus regimientos y que fueron buena parte clave de su éxito.
Voy a reproducir las frases que Charles Stewart escribió al hermano mayor de Crauford, comunicándole por carta su muerte:
“Lord Wellington decidió que debería ser enterrado por su propia división cerca de la brecha que tan valientemente había conquistado. La División Ligera se reunió frente a su casa, en las afueras del Convento de San Francisco, a las 12 horas del día 25; la 5ª División se alineaba en el camino desde su cuartel hasta la brecha; los oficiales de la Brigada de Guardias, caballería, 3.ª, 4.ª y 5.ª Divisiones, junto con el General Castaños y todo su Estado Mayor, el Mariscal Beresford y todos los portugueses, Lord Wellington y todo el Cuartel General avanzaban en la lúgubre procesión.
Fue llevado a su lugar de descanso sobre los hombros de los valientes muchachos que había conducido; los Oficiales de Campo de la División Ligera oficiaron como portadores del féretro; y toda la ceremonia se llevó a cabo de la manera más gratificante, si se me permite tal epíteto en una ocasión tan desgarradora. Me asigné la lúgubre tarea de ser el principal doliente; y me asistieron el capitán Campbell, los tenientes Wood y Shaw, y el Estado Mayor de la División Ligera. ¡Se ha tenido cuidado de que sus valientes restos nunca puedan ser perturbados, y yace donde la posteridad conmemorará sus hazañas!
No descuidaré sus asuntos mundanos; sus papeles, estuche, libros, etc., y todo lo que crea que pueda ser en lo más mínimo gratificante como recuerdo, o importante, será cuidadosamente sellado, embalado y enviado por uno de sus servidores más confidenciales a Londres tan pronto como sea posible. Sus caballos y equipo de campaña se enajenarán en pública subasta, en el mejor provecho, como es costumbre en casos semejantes. Se hará y remitirá un inventario exacto del conjunto; se liquidarán todas las demandas que hubieren contra él, y sus servidores serán pagados y despedido”.
¡Enterrado en la misma brecha en donde fue herido! Seguramente la fosa común de sus ciento cincuenta compañeros no se encuentre lejos. Así se evitaban también los latentes problemas entre “anglicanos y papistas” que impedía que los ingleses fueran enterrados en los cementerios españoles.
Esta mañana, al amanecer, antes de enfrascarme con mi “parato” y proseguir mi ruta, he vuelto a visitar el lugar. Evidentemente se confirma que salvo esos pocos años de las guerras napoleónicas, ingleses y españoles han sido más a menudo enemigos que aliados. Ninguna lápida o monumento queda que señale dónde pudiera estar la tumba del valiente general Crauffurd y sus hombres.
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