Día 01: (06/10/1556 – 13/07/2022) De Laredo a Ampuero: Los Bertendona, armadores y capitanes
Los Bertendona: armadores y capitanes
Estaba anunciado que el lunes 6 de octubre después de comer el emperador emprendería la marcha hacia Castilla. Había quedado con los Bertendona para ir en la comitiva. Pero las costumbres me jugaron una mala pasada.
Acostumbrado a nuestros horarios, me entretuve en el siglo XXI hasta las tres de la tarde. Cuando hice mi aparición en el puerto de Laredo, padre e hijo estaban impacientes y un poco molestos. De no haber sido un extraño mediovizcaíno dudo que me hubieran esperado.
―¡Apresúrese que el emperador debe estar ya cerca de Colindres!
No había caído que nuestro extraño hábito de comer tan tarde no tiene más de setenta años y que antes, como en toda Europa, se comía entre doce y una. ¡Ya me había extrañado que la hora de partida se fijara para la sobremesa! Pero entonces no caí, y ahora tenía que recongraciarme con los Bertendona.
Estos no estaban preocupados por no ser vistos en el núcleo de la comitiva, ya que habían estado en presencia del emperador de manera casi constante durante toda la travesía marítima. De hecho, como buenos negociantes tenían un segundo motivo para hacer esta etapa. Iban a comprar una partida de anclas en la ferrería de Povedal en Marrón, sita justo enfrente de Ampuero, meta de la primera etapa del convoy imperial.
Una vez en marcha los Bertedona se presentaron en detalle. El mayor se llamaba en realidad Martin Ximénez de Bertendona. Era hijo del capitán Pedro Ximénez de Bertendona y María García de Basozábal. La familia había ascendido socialmente, acababan de fundar un mayorazgo, tenían hasta una capilla propia en la iglesia de Santiago de Bibao y su hijo había descuidado el patronímico y, quizás para darse más distinción, se presento como Martín de Bertendona y Goronda. Esto de los apellidos me haría caer en varios equívocos, pues era bastante normal que los señores se los cambiaran de orden o los tomaran de otros orígenes. Había habido un antepasado, Ximeno o Jimeno de Bertendona, pero el patronímico se había fijado en al menos un par de generaciones, probablemente porque su generador había tenido especial relevancia y era más prestigioso llamarse Jiménez que Martínez.
Martín Ximénez (Jiménez diríamos ahora, pues en aquellos tiempos este sonido se representaba con una “X”) había nacido en Bibao, al parecer en Barrencalle, y en ese momento contaba con 67 años. Separados cinco siglos pero eramos coetáneos. Su familia procedía de Bermeo, donde se habían impregnado de los oficios del mar. Pero era en Bilbao donde realmente habían prosperado.
Martín el viejo había llegado a ser regidor y alcalde de su villa natal, lo que conllevaba no pocas gestiones con las ciudades portuarias de Francia, Flandes y Alemania. Había ganado una pequeña fortuna en el comercio y como colofón a su carrera quiso regalar su vanidad con un pequeño capricho, mandando construir en los astilleros del Desierto, sobre la ría del Nervión, un gran barco, posiblemente el mayor construido allá hasta entonces, el Espíritu Santo. Era no solo grande, sino además lujoso, pues había empleado los mejores materiales que podían hallarse en toda la costa europea. Y una vez acabado, se ofreció, como si un UBER marino se tratara, para los desplazamientos del emperador y de su hijo el rey, que hasta entonces utilizaban galeras y barcos de guerra.
Por su tamaño, algunos lo llamaban galeón, como los barcos militares que empezaban a proliferar por entonces, pero el prefería llamarlo nao, pues tenía su forma y no presentaba esas hileras de cañones propias de los navíos de guerra, aunque no por eso estuviera del todo desarmado. Al insistir en llamarla nao reafirmaba con orgulllo su carácter de comerciante, y resaltaba que lo había construido a sus expensas y no con los dineros del rey, o del estado, que diríamos ahora.
Al llegar a Colindres me tuve que morder la lengua, una de las muchas veces que seguramente tendría que hacerlo a lo largo del viaje. Como me había dcumentado largamente tes de esta jornada, sabía que al otro lado de la bahía se encontraba un monasterio donde acabaría enterrada Bárbara, una alemana amante del emperador y madre de uno de sus hijos más famosos. Pero eso aún no había acontecido en ese momento y no tenía sentido que mostrara lo que podría malentenderse como conocimientos maléficos o poderes satánicos. A lo lejos, protegido por una colina a sus espaldas, se hallaba ese convento, justo a orillas del agua. Quizás cuando acabe el viaje y no tenga que cumplir con esa obligada cortesía intertemporal pueda dedicar un capítulo extra a esa historia.
El hijo, Martín el joven, había estado callado, en respeto a la conversación del padre. Solo entonces tomó la palabra. Era su primogénito y contaba por entonces solo 26 años, es decir que tenía cuarenta menos que su padre. Solo ese dato me daba a entender que el viejo había tenido una juventud agitada y llena de viajes y aventuras, y que solamente se habia casado en una edad relativamente avanzada para la época.
Ya para entonces había comandado alguna de las naves de su padre, tanto en viajes comerciales, como en campañas militares, para las que se armaban las naos y urcas de carga, en la reciente guerra, ahora paralizada, con Francia.
El no sabía, y yo no se lo avancé, que le esperaba una larga carrera militar, incluyendo combates en el Mediterráneo, carreras de corso, y la participacion en la Armada Invencible. Fue de los pocos que logró regresar, a bordo de La Ragazzona, nave veneciana, hasta las costas coruñesas, en donde el barco, exhausto, exhaló sus ultimos crujidos antes de hundirse. A principios del XVII organizó la “Escuadra de Vizcaya y las Cuatro Villas” para actuar de corso contra naves holandesas y inglesas en el mar Cantábrico. Fue nombrado general de la armada, que ahora lo diríamos almirante. Y sus hijos ganaron los honores pero perdieron su primer apellido.
Me explicaron que estando en Laredo esperando educadamente la partida del emperador habían recibido un alarmante correo desde Bibao. A aquella villa había llegado el rumor de que tras haber desembarcado Carlos V en Laredo, se había desatado un temporal que había provocado el hundimiento de la Espiritu Santo. Les llego la noticia estando a bordo, por lo que se echaron a reir.
Habían descubierto que las noticias falsas tienen vía preferente y corren más rápido que las verdaderas, pues suelen autoseleccionarse las más sugerentes y llamativas de entre todas las posibles. Yo también lancé una sonrisa al pensar que ese fenómeno, emparentado con las leyendas urbanas, tenía siglos , quizas milenios de existencia y se agarraba en alguna de las grietas del espíritu humano, como la hiedra en las de los árboles menos sólidos.
Algo de verdad tenía la noticia, pues un mercante cargado a punto de salir para el norte fue alcanzado por ese temporal y hundido con ochenta hombres. Suceso nada inhabitual por entonces. No quise anuncirles que años más tarde, la noticia falsa se haría realidad. Un barco propiedad de los Bertendona, el Nuestra Señora de la Concepción, que iba a hacer su viaje inaugural en dirección a Flandes, bajo el mando de Antonio de Bertendona, quizás hijo y hermano, quizás nieto y sobrino de mis acompañantes, se hundió en el mismo Laredo, provocando la ruina de algunos comerciantes. Y esto no parece que fuera falso, pues hubo todo un pleito con reclamacione.
Al llegar a Ampuero todo era bullicio y desorden. No había forma de acomodar a tanta gente,darles algo de cenar y buscar cobijo para la noche. Acompañé a los Bertendona hasta la orilla, frente a la ferrería donde ne les esperaba una barquilla.
Eso me hizo pensar por primera vez sobre algo que me volvería a despertar a curiosidad a lo largo del viaje y es que no siempre parecía seguir la ruta más cómoda y lógica. ¿Por qué, pudiendo haber venido hasta las mismas inmediaciones de Ampuero por la ría, aprovechando la subida de la marea con una cómoda barcaza, habíamos seguido el camino real, con sus subidas y bajadas? ¿Eran órdenes del emperador o simple impericia e improvisación de los organizadores de la logística?
Me sorprendió ver que los Bertendona habían enviado una barca para recogerles y regresar más rápido a la Espíritu Santo, pero no la habían empleado, quizás por respeto y cortesía con el emperador.
Estaba en esas reflexiones cuando un alguacil con cara de sorpresa me interrumpió. Había intentado llamar la atención con un golpecito de su vara, pero no hizo mella en mi imagen virtual…
―¡Excuse vuestra merced! Don Martín de Gaztelu, secretario de su Majestad reclama su presencia.
―Ahora mismo voy para allá
―No, no. Le convoca para mañana por la noche cuando lleguemos a La Inestrosa, en los aposentos de su majestad imperial.
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