Día 22: De cabañas de Ebro a Gallur. Cuando los huracanes se abatían sobre Barataria.
Barataria es el escenario de varios capítulos del Quijote. Es una ínsula (ahora le llamaríamos mejana) en la que Sancho es nombrado gobernador. Claramente se sitúa en el Ebro. Algunos se han atrevido a situarla exactamente en Alcalá de Ebro, aunque evidentemente la imaginación de Cervantes podría plasmarse en otras muchas zonas de estos tramos que he recorrido ayer y hoy.
Cuando sobre la ínsula Barataria soplaba el cierzo, sus habitantes podrían mirar hacia el Moncayo, esperando que amainara. Seguro que el frío que traía se colaba entre las rendijas de las casas de antaño. Pero no había riesgo de que se llevara las tejas y chimeneas. Un huracán era cosa mucho más seria.
En 1779 un huracán casi destruyó la población de Barataria. Al año siguiente otro acabó la tarea de expulsar a los habitantes que se empeñaban en sobrevivir en esta ínsula en el cauce del gran río. Pero esta Barataria no se encontraba en el Ebro, sino en el Mississipi. Se trataba de una población recién creada aquel mismo año, en una especie de jumelage isleño-fluvial, por Bernardo de Gálvez, gobernador español de la Luisiana. La población, situada unos 25 km al sur de Nueva Orleans, fue reconstruida más tarde y aún subsiste. Aún hay otra Barataria en tierras de huracanes, en Trinidad y Tobago, pero esta no tiene calidad insular.
¿Conoció Bernardo de Gálvez la Barataria del Ebro? Sabemos que tuvo que atravesar varias veces el Ebro, pues de joven se alistó como oficial en un regimiento francés, conformado por reclutas bearneses y vascofranceses que, tocados con una llamativa boina de color azul cielo, acabó luchando junto con los españoles en Portugal. ¡Qué poco conocemos de las revueltas y recovecos de nuestra historia!
Pero la ínsula Barataria, tan bien comunicada en las rutas literarias de nuestra época clásica, queda lejos de los caminos del desplazamiento físico. Seguramente Gálvez era consciente de la quijotada que suponía crear una población en sitio tan duro, donde no sólo el viento se lo ponía difícil, sino también las inundaciones, las marismas, caimanes…
Gálvez volvió a España y no es de descartar que se renovaran los recuerdos quijotescos, pues se implicó en otra acción que recuerda lo que padecieron el Quijano y Sancho a orillas del Ebro. A estos les hicieron sentir un vuelo… Gálvez se dedicó, a orillas de otro pequeño-gran río, el Manzanares, a experimentar con globos aerostáticos.
Volvamos a Cervantes. El Ebro aparece de refilón en el Quijote, pero no podemos dejar de citar fragmentos. He elegido uno que muestra cómo la observación del río, aún de curso sosegado, invita a la aventura y que además confirma que no solo en la Mancha hay molinos:
LA LECTURA DEL DIA
El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (segunda parte, 1615), de Miguel de Cervantes (1547-1616)
«De la famosa aventura del barco encantado
Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la alameda llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de gran gusto a don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos. (…)
Yendo, pues, de esta manera, se le ofreció a la vista un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco de un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no vio persona alguna; y luego sin más ni más se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que lo mismo hiciese del rucio y que a entrambas bestias las atase muy bien juntas al tronco de un álamo o sauce que allí estaba. Preguntole Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamiento. Respondió don Quijote:
—Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él y vaya en él a dar socorro a algún caballero o a otra necesitada y principal persona que debe de estar puesta en alguna grande cuita. Porque éste es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican: cuando algún caballero está puesto en algún trabajo que no puede ser librado de él sino por la mano de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres mil leguas, y aún más, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda. Así que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mismo efecto, y esto es tan verdad como es ahora de día; y antes que éste se pase, ata juntos al rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios que nos guíe, que no dejaré de embarcarme, aunque me lo pidiesen frailes descalzos.
(…)
—Ya están atados -replicó Sancho-. ¿Qué hemos de hacer ahora?
—¿Qué? -respondió don Quijote-. Santiguarnos y levar ferro, quiero decir embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado.
Y dando un salto en él, siguiéndolo Sancho, cortó el cordel, y el barco se fue apartando poco a poco de la ribera; y cuando Sancho se vio obra de dos varas dentro del río, comenzó a temblar, temiendo su perdición, pero ninguna cosa le dio más pena que el oír roznar al rucio y el ver que Rocinante pugnaba por desatarse (…).
Y en esto comenzó a llorar tan amargamente, que don Quijote, mohíno y colérico, le dijo:
—¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequillas? ¿Quién te persigue, o quién te acosa, ánimo de ratón casero, o qué te falta, menesteroso en la mitad de las entrañas de la abundancia? ¿Por dicha vas caminando a pie y descalzo por las montañas rifeas, sino sentado en una tabla, como un archiduque, por el sosegado curso de este agradable río, de donde en breve espacio saldremos al mar dilatado? Pero ya habemos de haber salido y caminado por lo menos setecientas o ochocientas leguas; y si yo tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera las que hemos caminado: aunque o yo sé poco o ya hemos pasado o pasaremos presto por la línea equinoccial, que divide y corta los dos contrapuestos polos en igual distancia.
(…)
—Sabrás, Sancho, que los españoles, y los que se embarcan en Cádiz para ir a las Indias Occidentales, una de las señales que tienen para entender que han pasado la línea equinoccial que te he dicho es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel lo hallarán, aunque den su peso en oro; y así, puedes, Sancho, pasar una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos de esta duda, y si no, pasado habemos.
—Yo no creo nada de eso -respondió Sancho-, pero, con todo, haré lo que vuesa merced me manda, aunque no sé para qué hay necesidad de hacer esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde están las alimañas dos varas, porque allí están Rocinante y el rucio en el propio lugar do los deja,os; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que no nos movemos ni andamos al paso de una hormiga.
—Haz, Sancho, la averiguación que te he dicho, y no te cures de otra, que tú no sabes qué cosa sean coluros, líneas, paralelos, zodiacos, eclípticas, polos, solsticios, equinoccios, planetas, signos, puntos, medidas, de que se compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas supieras, o parte de ellas, vieras claramente qué de paralelos hemos cortado, qué de signos visto y qué de imágenes hemos dejado atrás y vamos dejando ahora. Y tórnote a decir que te tientes y pesques, que yo para mí tengo que estás más limpio que un pliego de papel liso y blanco.
Tentose Sancho, y llegando con la mano bonitamente y con tiento hacia la corva izquierda, alzó la cabeza y miró a su amo, y dijo:
—O la experiencia es falsa o no hemos llegado adonde vuesa merced dice, ni con muchas leguas.
—Pues ¿qué -preguntó don Quijote-, has topado algo?
—¡Y aun algos! -respondió Sancho.
Y, sacudiéndose los dedos, se lavó toda la mano en el río, por el cual sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente, sin que le moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el mismo curso del agua, blando entonces y suave.
En esto, descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban, y apenas las hubo visto don Quijote, cuando con voz alta dijo a Sancho:
—¿Ves? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde debe estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído.
—¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o castillo dice vuesa merced, señor? -dijo Sancho-. ¿No echa de ver que aquéllas son aceñas que están en el río, donde se muele el trigo?
—Calla, Sancho -dijo don Quijote-, que aunque parecen aceñas no lo son, y ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural los encantos. No quiero decir que las mudan de uno en otro ser realmente, sino que lo parece (…).
En esto, el barco, entrado en la mitad de la corriente del río, comenzó a caminar no tan lentamente como hasta allí. Los molineros de las aceñas, que vieron venir aquel barco por el río, y que se iba a embocar por el raudal de las ruedas, salieron con presteza muchos de ellos con varas largas a detenerle; y como salían enharinados y cubiertos los rostros y los vestidos del polvo de la harina, representaban una mala vista. Daban voces grandes, diciendo:
—¡Demonios de hombres!, ¿dónde vais? ¿Venía desesperados, que queréis ahogaros y haceros pedazos en estas ruedas?
—¿No te dije yo, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que habíamos llegado donde he de mostrar a dó llega el valor de mi brazo? Mira qué de malandrines y follones me salen al encuentro, mira cuántos vestiglos se me oponen, mira cuántas feas cataduras nos hacen cocos…. Pues ¡ahora lo veréis, bellacos!
Y, puesto en pie en el barco, con grandes voces comenzó a amenazar a los molineros, diciéndoles:
—Canalla malvada y peor aconsejada, dejad en su libertad y libre albedrío a la persona que en esa vuestra fortaleza o prisión tenéis oprimida, alta o baja, de cualquiera suerte o calidad que sea, que yo soy don Quijote de la Mancha, llamado «el Caballero de los Leones» por otro nombre, a quién está reservada por orden de los altos cielos el dar fin felice a esta aventura.
Y diciendo esto echó mano a su espada y comenzó a esgrimirla en el aire contra los molineros, los cuales, oyendo y no entendiendo aquellas sandeces, se pusieron con sus varas a detener el barco, que ya iba entrando en el raudal y canal de las ruedas.
Púsose Sancho de rodillas, pidiendo devotamente al cielo le librase de tan manifiesto peligro, como lo hizo por la industria y presteza de los molineros, que oponiéndose con sus palos al barco le detuvieron, pero no de manera que dejasen de trastornar el barco y dar con don Quijote y con Sancho al través en el agua; pero vínole bien a don Quijote, que sabía nadar como un ganso, aunque el peso de las armas le llevó al fondo dos veces, y si no fuera por los molineros, que se arrojaron al agua y los sacaron como en peso a entrambos, allí había sido Troya para los dos«.
(edición del bicentenario de la RAE, con alguna corrección propia)
Si a alguien le extraña que hubiera «aceñas» (molinos) en mitad del río, que espera a una próxima entrada….
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