Día 29: De Alcanadre a Agoncillo. La vida antes del tren.
No somos muy conscientes de cuánto ha cambiado la vida en el Ebro en los últimos cien o ciento cincuenta años. Con los medios de antaño pocas tierras podían regarse. La vida era difícil y las comunicaciones azarosas.
El siguiente artículo está escrito a mediados del siglo XX, poco después de la última guerra civil, cuando todavía los cambios eran poco perceptibles.
LA LECTURA DEL DIA
De la cuenca del Iregua al valle del Ebro, entre Logroño y Calahorra, artículo publicado en la revista Berceo en 1950, de Ismael del Pan (1889-1968), arqueólogo y entólogo logroñés.
«De estas tierras, únicamente aquellas próximas a la ribera del Ebro, por el influjo del riego, se transforman en huerta. Los restantes terrenos del interior (entre Agoncillo y Alcanadre) , se hallan sometidos a un exacerbado régimen estepario, con vientos fuertes y secos, que al barrer el vapor de agua atmosférico, deja un cielo diáfano y azul.
El árbol se halla proscripto de estos lugares; las matas (de la rala vegetación), si bien de raíz larga y profunda, no bastan a contener los estragos superficiales de las aguas salvajes sobre el terreno, lo que unido a la carencia absoluta de vegetación, en muchos casos, hace que la denudación sea intensa, el abarrancamiento profundo y tortuoso, los desplomes frecuentes, con islotes de areniscas, sostenidos de modo inverosímil, por columnas de arcilla adelgazadas en su ápice y el paisaje adusto, impregnado de un tétrico matiz de pavorosa soledad, lo que explica satisfactoriamente que los antiguos trajinantes y arrieros designaran con el nombre de ‘El Desierto’ al trozo de camino comprendido entre la desaparecida ‘Venta de la Chamarita’ y Ausejo«.
Esta descripción es válida también para las zonas de Monegros y Bardenas que se asoman hasta las mismas orillas ebreñas. Pero Ismael del Pan nos da además algunas pinceladas de la vida antes del ferrocarril, que me traen recuerdos de una película del far-west:
«Lo triste, inhóspito y solitario de estos parajes y el tortuoso dédalo de sus barrancadas, que forman intrincados reductos arcillosos, convierten el trayecto, por carretera, de Agoncillo a Ausejo, en lugar a propósito para emboscadas, asaltos y sorpresas, que, más de una vez, llevaron a cabo salteadores de caminos y ladrones de oficio, como los que hoy, dulcificando el carácter de su ‘profesión’, solemos llamar ‘atracadores’. Y como el trayecto era largo, el lugar deshabitado, en amplia superficie, y los medios de transporte, en el pasado, lentos y penosos, los carreteros, portadores de voluminosas barricas y henchidos pellejos de vino, buhoneros y caminantes, caballeros en sus machos y borricos, acostumbraban realizar juntos y en caravanas, relativamente nutridas, sus viajes por esta carretera silenciosa, alentando el ánimo empavorecido, con las voces que acuciaban el pesado caminar de sus mulas y los cánticos para entretener la jornada.
Aunque la guardia civil patrullaba por estos lugares, siempre los trajinantes procuraban que sus carros marcharan unidos, en esta porción del camino, cuya travesía nocturna esquivaban, en absoluto. Cuando les sorprendía la noche en estos despoblados, pernoctaban en los paradores y ventas, que se encontraban distribuidos, de trecho en trecho, y no muy distantes entre sí. A partir de Agoncillo, se veían, sobre la carretera, la ‘Venta del Molino’, la ‘Venta de Tamarices’, la ‘Venta de la Chamarita’, la ‘Venta de Rufino’ y la ‘Venta de la Concepción’ hasta Ausejo. Y más allá, el ‘Parador del Monte’, la ‘Venta de Serrano’ y la ‘Venta Nueva’ hasta Calahorra.
Algunas de estas pretéritas instalaciones de refugio viajero, en caminos y carreteras, van desapareciendo, como ha ocurrido con la ‘Venta de la Chamarita’, de la que no queda más que el recuerdo y la pila de arenisca, donde abrevaba el ganado que allí hallaba descanso; pero otras subsisten, vinculadas, aún, al terruño geológico mioceno, a cuya estructuración y morfogenia fisiográfica debieron, en realidad, la razón geográfica de existir y su afianzamiento. El tráfico automovilista actual, con el vértigo de sus velocidades, no ha logrado desarraigar el principio básico humano y geográfico de la ‘venta’ de otros tiempos, pues ha creado el ‘parador’, que en el sentido turístico no es más que un lugar de descanso y de refugio, en el que las condiciones estéticas de emplazamiento y las de comodidad en la estancia sirven de estímulo al tráfico y al espíritu viajero».
Sorprende que el camino real se aventurara por terrenos tan inhóspitos. Una y otra vez los caminos principales se alejan del curso del Ebro, como cuando de Zaragoza atraviesan los Monegros hacia Fraga y Lérida. Las vueltas y revueltas del río alargaban la traza de los caminos ribereños, y los que buscaban las tangentes de esas curvas solían, antes o después, ser cortados por los cambios de su curso. Atravesar esos pequeños desiertos era tarea menos terrible cuando al final de la jornada se llegaba a un pueblo rodeado de regadíos. En pequeña y desvaída escala lo puedo confirmar personalmente.
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