Día 39: De Quintana Martín Galíndez a Trespaderne. La batalla de Covadonga (versión 2.0)
Hoy he pasado junto a una ermita, la de Encinillas, entre Cillaperlata y Trespaderne. A lo largo del río he visto decenas de ermitas, generalmente en lugares destacados. La mayor parte suelen estar bastante bien conservadas y aún tienen algo de fervor popular, más o menos religioso, menos o más festivo. Esta de Nuestra Señora de Encinillas, está en medio de un terreno arbolado, en un llano que resulta raro no verlo cultivado, poco visible desde lejos y… en ruinas.
Pero esta humilde ermita encierra una curiosa leyenda, quizás un mito con algún cimiento de realidad, que se remonta a principios del siglo VIII. Y os recomiendo que leáis esta entrada hasta el final, porque hay sorpresa.
Repasando un poco de historia. A principios del año 711 un contingente no muy grande (unos pocos miles) bereberes y otras tribus del norte de África desembarca en Gibraltar. Al cabo de unos meses de razzias e incursiones de pillaje, el rey visigodo va a su encuentro con un mermado y dividido ejército.
La situación en el país era bastante catastrófica. Los decenios anteriores varias oleadas de peste habían acabado con un tercio de la población. El gobierno real estaba arruinado. Las luchas internas entre los nobles godos habían alcanzado un alto nivel de desconfianzas y traiciones. Siglos más tarde un romance lo describía así: “En el tiempo de los godos / Que en Castilla rey no había / Cada cual quiere ser rey / Aunque le cueste la vida”.
Los dos ejércitos llegan al encuentro a fines de julio y se produce la catástrofe visigoda. Son completamente derrotados y muere el rey y muchos de sus nobles. El ejército africano emprende entonces una rápida acción de conquista. En pocos meses cae la capital del centralizado reino visigodo, Toledo. La resistencia se desagrega y desvanece. Muchas ciudades y nobles pactan con los invasores.
Los visigodos habían venido a la península llamados por los romanos. El imperio estaba amenazado por invasiones germánicas y era incapaz de mantener el “contrato social” con los diferentes pueblos, que había permitido siglos de paz y relativo bienestar. Este pueblo le iba a permitir prolongarlo un tiempo, añadiendo un nuevo actor, que se encargaría de mantener el orden a cambio de no pocas ventajas en tierras e impuestos. Con el hundimiento definitivo del imperio de occidente ese “contrato social” iría cambiando, pero con condiciones que irían empeorando.
La invasión musulmana abría la puerta a un nuevo “contrato social” en el que muchos veían ventajas. Algunos como los judíos porque podrían librarse de la esclavitud a la que les había sometido uno de los últimos reyes godos. Otros para librarse del exceso de impuestos de los nobles godos o de la iglesia. Unos más, pensando en las ventajas que siempre tiene el acomodarse al nuevo régimen ayudando a sus gobernantes. Todo ello favoreció esa expansión.
En realidad se trataba de dos pequeños grupos, los visigodos y los musulmanes, dispuestos a lograr que la población local les acepte sus servicios a cambio de generosos pagos de impuestos y entregas de tierras. Sus servicios principales eran de protección. Vamos como si se tratara de dos grandes grupos mafiosos de orígenes, lenguas y religiones diferentes.
Pero las expansiones y conquistas nunca son interminables. Siempre llega un puno de inflexión en el que las fuerzas de unos se agotan y el espíritu de resistencia de sus contrarios se fortalece. Eso ha pasado en casi todas las guerras, en puntos tan distantes como Stalingrado, El Alamein o Guadalcanal.
En la historia que todos hemos estudiado siempre se ha destacado la batalla de Covadonga en Asturias como ese punto de inflexión. Ocurrió, quizás en el año 718, quizás en el 722. Hay dos versiones de esta batalla. La que hemos aprendido es la del inicio de la remontada. La de los cronistas árabes es la de una escaramuza sin importancia. La verdad es que iniciar una reconquista cuando ya no hay retaguardia, con el mar casi en las espaldas, sin apenas territorio ni gentes, suena muy heroico, pero poco probable. Sí es cierto que a partir de esos años la política militar musulmana cambió. Ya no intentaron un dominio permanente de buena parte del norte peninsular, sin mantener un sistema de razzias y expediciones. Estas resultaban a largo plazo menos lucrativas y más arriesgadas que implantar un dominio político que recaudara impuestos regularmente. Pero esa zona fronteriza era la del equilibrio de fuerzas.
Aquí entra la humilde ermita de Encinillas. Según algunas crónicas cristianas fue el lugar de una importante batalla, hacia el año 779… o hacia el 726 (lo cual muestra el grado de incertidumbre de todas estas historias). No he encontrado (ni he tenido tiempo para ello) fuentes musulmanas. Las cristianas son tardías y, como siempre, muy heroicas e irreales.
El valle donde se encuentra está muy protegido por cañones y riscos. Los pasos para una fuerza numerosa de caballería son escasos. Los recursos locales han podido mantener una población de alguna importancia. Como lugar de resistencia y posible combate de inflexión, es más probable que Asturias.
Pero lo curioso es el conjunto de semejanzas con Covadonga que algunos estudiosos locales se han animado a investigar y sostener contra viento y marea.
Antes, la
LECTURA DEL DÍA
Corona real de España por España fundada en el crédito de los muertos y vida de San Hyeroteo obispo de Atenas y Segovia (1668), de Fray Gregorio de Argaiz (1602-1678).
Por las fechas del escrito, casi mil años después de la presunta batalla, podemos tomarnos las informaciones con bastante prevención. Quizás Argaiz, ebreño de Logroño, pudo disponer de fuentes documentales monásticas que se perdieran después con la desamortización. En cualquier caso no deja de resultar interesante la descripción por la cantidad de nombres y detalles que proporciona. Sin embargo una precaución: en lenguaje antiguo, cuando pocos sabían matemáticas, “mil” suele querer decir “muchos”, y “diez mil”, “muy muchos”.
“Comenzó la restauración de España el Infante Don Pelayo, levantado las primeras banderas en Asturias, el año de setecientos y diez y seis, como nos escribe Hauberto, aunque otros Cronistas, que tratan deste punto, dicen, que el de setecientos y diez y nueve. Doy crédito al primero.
«Ganó la Real Ciudad de León, flor de las Ciudades de España (como la llamaron los godos) el año de setecientos y veinte y dos, según el mesmo Cronista, si bien que Abulcazin Tariph, Escritor que vivía entonces, dice que sucedió el de setecientos y treinta y uno.
Quitósela al alcayde Mahometo Itriz, que la tenía por Mahometo Aben Rhamin, Primero Rey de Toledo. Dejó en su tenencia y guarda al capitán Hormiso, y empeñado con esta victoria en proseguir la libertad Cristiana y defensa de la patria, atravesó con sus banderas en busca de la gente sarracena por Liébana, y no topando con quién pelear, llegó hasta la junta de los dos ríos Ebro y Nela, donde se ve hoy el lugar que llaman Trespaterne.
Aquí le aguardaba el ejército enemigo, teniendo guardadas las espaldas con las peñas de Tedeja, por donde sale el Ebro a los llanos de Tobalina, para valerse los árabes de la caballería que tenían. Está el sitio a dos leguas de la villa de Oña (…).
Acometiéronse los ejércitos de poder a poder; y continuando sus favores el Cielo, le concedió al Infante una de las memorables victorias que alcanzó España en aquel siglo; porque le mató siete siete mil moros, quedando en el campo toda la riqueza que traían, ahogándose muchos en el Ebro y Nela, que fueron los testigos de esta batalla. Diose día señalado, a nueve de agosto, víspera de San Lorenzo.
Tres cosas quedaron por testimonio, para que no las olvidasen los Españoles. Una, el nombre de Peña Rubia o Bermeja, que señalan los labradores allí cerca, y el Campo de Negrodía, que por la sangre que se derramó entonces de moros y cristianos le dieron hasta hoy ese nombre.
Otra, la ermita de Nuestra Señora de Encinillas, de la otra parte del Ebro, a la banda oriental, cerca del monasterio de Cillaperlata, donde el victorioso y católico Infante mandó enterrar los cuerpos de los cristianos que murieron, (…) porque se ven de presente más de 400 sepulturas, señaladas con losas a los pies y a la cabeza alrededor de la ermita; y con esta circunstancia bien cierto es, que no se diera allí sepultura a alguno de los árabes, sino que despojado el campo, pate enterrando one quedaron muertos, y parte sería su sepulcro el Ebro y el Nela.
La tercera es la ermita de Nuestra Señora de los Godos, que está a la entrada de las peñas y camino que hizo por allí la naturaleza para Oña y para que saliera el Ebro a Tobalina. Levantóse para sepulcro de los más nobles capitanes que murieron. El vulgo dice que se enterraron allí reyes godos; y escrituras del archivo de Oña lo favorecen llamándola Nuestra Señora de Regodos. Pero lo más cierto es que fue para capitanes que serían de la sangre real, porque se depositaron en la bóveda primera, que tiene toda de piedra toba, cuatro o seis cuerpos en sus tumbas o arcas de piedra blanca y una o dos con sus molduras y coronación, que representan mucha grandeza.
Con tener tales testigos la batalla no se ha escrito en las Historias por los modernos, antes les pareció que Pelayo no había salido de Asturias todo el tiempo que reinó. (…)
No sé si pasó el Infante adelante. Cónstame que se edificaron entonces tres castillos fuertes en las gargantas y entradas de aquellos montes, que parece los puso por frontera y guarnición de lo que había ganado. El primero, donde se dio la batalla, en la misma boca del Ebro, llamado castillo de la Guarda, y en latín, Castrum Tutellae. De allí dijeron Castrum Teteliae y ahora llaman castillo de Tedeja. El segundo fue una legua más adentro, donde se junta el río Vesga con el Ebro, en la puente la Peña Horadada, y por estar sobre una peña que tiene debajo de sí una cueva, le dijeron el castillo de Cuevarana. Tercero en Baldebeso, en un monte que llamaron Tesla y después Monte-Alegre.”
Sorprende lo desconocida que es esta batalla, quizás porque no ha generado, hasta ahora, ningún mito nacional o regional. He preguntado a varias personas del valle y nadie tenía ni idea. En el entorno de la ermita no hay nada que lo recuerde.
He llegado a conocerla porque algunos estudiosos locales han rescatado esta referencia (lo han hecho a través de una cita posterior, de 1731, algo reformulada).
Yo he preferido buscar el original, de donde la he copiado.
Estos estudiosos han creído encontrar además otras coincidencias que les hacen pensar que esta fue la verdadera batalla que significó un punto de inflexión histórico. Esta debería ser, en su opinión, la verdadera Covadonga. Aquí y aquí podéis encontrar sus opiniones.
La mía es que ya tenemos demasiados mitos acumulados en estos mi trescientos años. Es más bien hora de adelgazarlos.
Y voy a empezar ahora mismo.
Como habréis comprobado la fuente principal que usa Argáiz en este libro que he citado, es un tal Hauberto y su cronicón del siglo IX.
Pero ya en el siglo XIX los historiadores tenían la mosca detrás de la oreja, sobre este libro. “Descubrieron” que se trataba de una falsificación. Un libro publicado en 1868, la Historia crítica de los falsos cronicones, de José Godoy, dice que fue escrita por un tal Lupián Zapata. Del que cuenta que fue archivero de la Catedral de Burgos, de la que acabó expulsado y se dedicó a escribir historias falsas y crear documentos “antiguos”.
De este desmitificador estudio voy a citar un párrafo que tiene que ver con nuestro río de cabecera, ya que el pretendido Hauberto decía que el nombre de Ebro era el de un biznieto de Noé. Godoy le contesta:
«…su hijo y sucesor dio nombre a Ebro, y otros descendientes suyos al Tajo, Betis y Segre; etimologías que no chocaban en la necesidad de encontrar a estos nombres alguna, y porque se ignoraba que los de los ríos suelen ser sinónimos de corriente en la lengua de los antiguos pobladores de sus riberas , o significación de alguna calidad de sus aguas«.
¿Cuántas de las cosas que se escriben ahora sobre nuestra historia reciente con el tiempo acabarán siendo expurgadas como falsificaciones?
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