Día 42: De Manzanedillo a Pesquera de Ebro. El Siluro y el Salmón.
Hace unos meses saltaba una noticia, repleta de titulares y frases escandalosas, como suele ser muy habitual. La Guardia civil había detenido una mafia de pescadores y transportistas rumanos que capturaban carpas y siluros en los embalses del bajo Ebro y los vendían en Rumanía, donde su consumo es mucho más apreciado que aquí.
Se les acusaba de males horribles, como no pasar controles sanitarios hasta el punto de tener que utilizar lejía para camuflar el mal olor del pescado semidescompuesto.
En la letra pequeña se leía que disponían de diez furgonetas isotérmicas y que, tras limpiar el pescado, lo cargaban en cajas con hielo, es decir un procedimiento semejante al de todo el pescado fresco que se consume en nuestro país. Parece lógico porque no se entiende que el consumidor rumano fuera tan tonto como para pagar caro un pescado de importación apreciado que estuviera en mal estado. ¿Realmente alguien cree que los amantes del pescado de aquel país no son capaces de percibir el olor a lejía? ¿Ni siquiera han aprendido a usar el limón, que es el que siempre se ha empleado en el nuestro para disimular el sabor del pescado poco fresco?
Pero la denuncia por pesca ilegal no daba para un titular suficientemente escandaloso. Parece que el problema, además de usar artes no permitidas de pesca, era que no pasaban controles sanitarios. Pero no es el control lo que hace que un producto sea apto o no para el consumo; simplemente lo certifica. Nada impide que pueda haber productos, por ejemplo los de la propia huerta doméstica, que sean aptos por el consumo aunque no estén certificados.
De hecho si no podían pasar un control sanitario aquí, como cualquier otro producto alimentario, es porque se ha prohibido su comercialización. ¿Razón? El siluro es una especie introducida e invasora, que se considera perjudicial para la fauna local. Las administraciones medioambientales quisieran que se exterminara, cosa bastante difícil. Se permite la pesca, matando al animal. Pero no se puede comercializar.
Creen que si se vende aumenta el interés y se extenderá más. , aunque en realidad lo que se logra es una mayor presión sobre las poblaciones de siluros. Parece una visión contradictoria con lo que hacen las mismas administraciones medioambientales que suelen exigir o fomentar una reducción de la comercialización para recuperar especies que han sido demasiado capturadas. ¿Realmente creen que con el siluro va a funcionar la lógica contraria y que impedir la comercialización será un medio eficaz para reducir su número?
He empezado con esta disquisición, porque es bastante significativa de la historia de la pesca en el Ebro. Porque sí, en la era de antes del siluro también se pescaba y se comerciaba con el pescado. y en cantidades nada desdeñables.
Volvamos en el tiempo, unos quinientos años, a vayamos imaginariamente a Zaragoza. Si nos damos un paseo por la plaza del Pilar veremos el animado mercado del pescado. A un lado el pescado seco o salado en gran variedad: abadejo, pescada cecial (merluza), congrio, toñina (atún), sardinas… Viene de los puertos marinos del Cantábrico y el Mediterráneo. En invierno de aquel incluso se transporta pescado fresco, que compite con el que se captura en el Ebro: madrillas, barbos, anguilas… porque a los zaragozanos lo que más les gusta es el fresco.
Esa afición viene de antiguo. Desde 1203 en la Seo (catedral) zaragozana, el 17 de diciembre se cantaba la antífona «O Sapientia» (podéis escucharla aquí). Para celebrar esa festividad un benefactor dejó un fondo para que los canónigos y racioneros catedralicios celebraran un buen banquete, a base de potaje de coles y garbanzos (aún no se conocían las patatas y las alubias) y un doble plato de pescado; uno debía ser de congrio, mientras que para el otro nada estaba dispuesto salvo que debía evitarse el salmon y la lubina. Os lo recuerdo, era el año 1203.
En el mercado de la plaza del Pilar veremos bien situados a los miembros de la Cofradía de San Julián. Es el gremio de los pescadores y raneros (¡también los paladares maños apreciaban las ranas!) zaragozanos. Una institución que se remontaba a la edad media y que ahora diríamos, «cogestionaba el recurso», junto con el municipio.
El Concejo municipal entendía al río como una parte de los bienes comunales así que regulaba su uso. También aprobaba los estatutos y privilegios de la cofradía de San Julián. A petición de esta, que tenía un cierto monopolio del uso de las redes, en 1561 prohibió el uso de ciertas artes de pesca que se consideraban estaban esquilmando el río. Os lo recuerdo, era el año 1561.
Una parte de la pesca era más artesanal, de barqueros, que solían competar sus ingresos con la captura de peces, e incluso con la crianza de anguilas. Pero el grueso provenía de instalaciones relativamente costosas levantadas para la pesca de forma que ahora considerarímos casi como «industrial»: las pesqueras, construcciones que permitian dirigir a los peces para capturarlos con mangas y redes.
El propio Concejo tenía construidas varias pesqueras en el río, que se consideraban como bienes de propios y se daban en usufructo a los pescadores.
Llegó a haber tantas que molestaban al tránsito de transporte por el río y creaban remolinos que afectaban al puente, así que en 1586 el municipio prohibió que se levantaran en un tramo de varios kilómetros. Os lo recuerdo, era el año 1586.
Los principales datos de esta intensa actividad los he tomado de un artículo de José Antonio Mateos Royo.
Algunas fuentes dicen que se pescaba salmón en el valle de Ebro. Cuesta creer porque ahora no lo hay en ningún rincón del Mediterráneo y esta especie es de la que remontan los ríos desde el mar. Pero no parece que haya nada más que lo confirme. Los romanos, que acabaron siendo buenos consmidores de gran variedad de pescado, solo lo conocían a través del pesacado en los ríos del norte.
Dicen que esta especie aparece en la regulación de antiguos tributos en el valle del Ebro. Es verdad que en la veeduría que cobraba los impuestos del pescado fresco que se vendía en el mercado de Zaragoza consta que a la par de cobrar cuatro sueldos por carga de madrillas, barbos y anguilas, se estipulaba el pago de un sueldo por ejemplar de salmón freco.
Quizás se trata de una confusión de nombres. Pero no es imposible que en otros tiempos los salmones se animaran a cruzar el estrecho de Gibraltar, como aún lo sigue haciendo el atún, y siguiendo su instinto penetrara por el estuario del Ebro en busca de sus fuentes. Pero más parece que los arrieros y comerciantes de aquella época eran capaces de abastecer de salmón fresco a Zaragoza situada a muchas jornadas de viaje de los ríos salmoneros.
He encontrado un curioso cuento sobre el abastecimiento de salmón en Zaragoza. Como es bastante largo lo coloco al final de la entrada. Espero que, mientras llegas, no coja mal olor.
Hoy he llegado a Pesquera de Ebro. Por su nombre es fácil adivinar que la pesca fue siempre ua actividad fundamental. Las gentes de los pueblos próximos, pero no ribereños, dependían del río para moler el grano y tambien para abastecerse de pescado, algo bastante necesario en los periodos de cuaresma. En este pueblo las condiciones eran óptimas y se fueron creando varias «pesqueras». Aquí el río no es tan ancho ni caudaloso como en Zaragoza, así que tomaban forma de pequeños azudes, levantados con piedras, Siendo tierra de buenos canteros, teníam remates de silleria.
Lo sorprendente es su gran número: media docena en un tramo de poco más de dos kilómetros. Probablemente estas pesqueras no tenían solo la función, como las zaragozanas, de facilitar las capturas encauzando el paso de los peces, sino ademas la de crear buenas condiciones para la freza, acumulando graveras.
En una de las entradas del puente de este pueblo hay una pequeña ermita con un escudo misterioso. Tiene una inscripcion de la que nadie ha sabido darme una explicación convincente. Pero me he acordado de ella cuando repaso las dudas que me han surgido en esta entrada, sobre el porqué de la prohibición de la venta de siluro, del porqué tantas pesqueras juntas, de porqué algunos historiadores que se pescaba salmón en el Ebro…
«El por qué yo me le sé»
LA LECTURA DEL DÍA
El salmón de Alagón (1842), de Vicente de la Fuente (1817-1889)
Este cuento está escrito en una época en que el salmón empezaba a apreciarse como manjar, aunque la acción la sitúa en tiempos remotos, cuando en realidad era un producto relativamente abundante y poco valorado.
el salmon de alagon
“…es notable Zaragoza por sus roscones, Calatayud por sus bizcochos, y el término de Campiel por los melocotones, Muel por sus peras y cardos, Maella por sus higos, Rigla por los ajos, Cariñena y Cosuenda por sus vinos. Pero aun es mucho mas célebre el Salmón de Alagón, y no porque se pesque allí, sino por una tradición, que es harto vulgar en todo Aragón, pero fuera de aquel país apenas es conocida. (…)
Dícese, pues, por tradición no interrumpida, que en una tarde del mes de marzo (el año no se sabe a punto fijo, aunque es de presumir que fue después del diluvio) llegó a la villa de Alagón un arriero en dirección a Zaragoza; pero siendo ya algo tarde, tuvo que detenerse en el mesón del pueblo. Añaden personas bien informadas, que el tal arriero era un hombrón de Calanda, de lo mas bien plantado que había salido de la tierra baja. Había sido miñón, y como tal había perseguido el contrabando y los ladrones, hasta que tomó su baja. Entonces volvió la oración por pasiva, y se puso a contrabandista, con lo que había pescado a río revuelto, hasta que vino por su desgracia a caer en manos de sus sucesores, que hicieron con él lo que probablemente habría hecho él con algunos de sus antecesores. Habiendo logrado indultarse, recogió velas, trató de mudar de rumbo, y con los residuos de su pasada fortuna que había logrado salvar del naufragio, se puso a probar fortuna en el oficio de arriero.
A pesar de eso jamás olvidó los resabios de su primer servicio: gustaba de llevar el sombrero «a lo curro», fumaba brasil, bebía puro y de largo, hablaba a lo matón, poco y detenidamente; echaba un taco entre cada dos palabras, y por menos de un soplo era capaz de armar una quimera, hasta con su sombra.
Tal era el arrierito que se echaron a la cara el alcalde y otras notabilidades de Alagón, que estaban paseando a las afueras del pueblo un martes de Semana Santa. Como en aquel tiempo no había periódicos, y el ramo de correos no estaba muy atendido, ni se conocía aun la plaga designada con el título de políticomanía, la aparición de un viajero, ora fuese arriero, ora peregrino, era más interesante que una gaceta extraordinaria. Rodeábanle los curiosos, se afanaban en dirigirle preguntas, comentaban sus palabras, y disertaban sobre sus respuestas. El viajero por su parte se esforzaba a mentir (sin duda por eso a un libro que tiene muchas mentiras le llamaron el Viajero universal), y aunque no viniese de luengas tierras, no por eso falsificaba el adagio, revolviendo el Mogol con Astrakan, y refiriendo los sucesos de Utrera, aunque viniese del Bierzo.
No así nuestro arriero, que era hombre de muy pocas palabras (entre buenas y malas), y ms serio que un retrato viejo. Apenas se dignó contestar a las preguntas que le hacían los curiosos de Alagón, y a duras penas pudieron barruntar que llevaba dos cargas de salmón a Zaragoza. Los dientes se les afilaron a los espectadores al oir hablar de salmón fresco, en vísperas de las cuatro vigilias de Semana Santa; y no faltaron algunos, en especial el alcalde, que propusieron al arriero que vendiese allí algunas libras, pues aquel peso menos llevaría a Zaragoza. Pero en vez de acceder el arriero a tan justa demanda, torció el hocico, escupió por el golmiyo, y después de pegar un varazo al macho que acababa de descargar, dio por única contestación al auditorio un arre tordo, y se dirigió con él a la cuadra.
Este desprecio brutal llenó de indignación a todos los espectadores. Quien le recelaba una semana de cárcel y confiscación de cargas por haber faltado al respeto al señor alcalde, quién le juraba una paliza, mientras que otros más alegres proponían como más gracioso quitarle el salmón mientras durmiese, y llenarle las banastas de inmundicia. Pero el alcalde supo desentenderse de todos aquellos procedimientos ilegales, y asesorándose con su escribano decretó: «que incontinenti se procediese al embargo del salmón, y tomando en cantidad de una o dos arrobas, para venderlas en el pueblo, pues había en él una multitud de mujeres embarazadas, a las que se les había antojado el salmón, y de no satisfacerlas aquel antojo pudiera seguirse a la prole algún perjuicio».
Dirigióse el escribano a la posada para hacer la notificación seguido de varios curiosos, que deseaban ver abatido el orgullo del indiscreto arriero:
—No hay dinero en Alagón para pagar mi genero, —dijo este así que le hicieron la notificación, y continuó picando con mucha flema el troncho de tabaco que tenía entre sus dedos,
—Cuanto ni más, añadió, que no se ha hecho la miel… elcetera.
No bien lo había dicho cuando cayeron sobre sus espaldas dos o tres estacazos, y aunque trató de valerse de su navaja, se vio al punto rodeado de otros siete u ocho con grave peligro de sus tripas; en verdad que lo hubiera pasado mal, a no haber sido por el escribano, que por aquella vez y sin ejemplar sirvió de juez de paz.
Cuando se trató del pago, el escribano viendo que pedía muy caro ofreció que se pagaría al precio más alto que se vendiese en Zaragoza. No se daba por muy satisfecho el arriero, pero algún tanto amedrentado con los palos anteriores y la actitud imponente del pueblo, que le llenaba de imprecaciones por las insolentes palabras que había proferido, tuvo que bajar las orejas como hacen los pollinos en lances apurados, y se dio por contento con que le permitiesen marchar al día siguiente con las arrobas restantes.
Entre tanto en el pueblo se repartía alegremente una arroba aragonesa (que tiene 576 onzas, es decir unos 16 kilos) que había quedado, según la orden del alcalde, obligándose los consumidores a pagar la parte que les correspondiese, luego que se supiera el precio a que se había de vender en Zaragoza. Luego que el arriero llegó a Zaragoza se dirigió al punto al peso real para que se reconociese su cargamento y se le pusiera precio. El regidor que estaba de semana era hombre de buen humor, y luego que oyó contar lo que al arriero le había pasado en Alagón, le mandó que pesase, una onza de salmón, y sacando del bolsillo una onza de oro en una pieza, se la entregó diciendo:
—En Zaragoza se paga el salmón a onza la onza.
Quedóse el arriero estupefacto, el alguacil atónito, y un lego de la Victoria que había acudido ya al olorcillo, al oír tan excesivo precio se marchó escandalizado, cebando castañetas con los dedos.
Parece imposible que pudiera venderse el salmón a tan exhorbitante precio: con todo, diz que no faltaron locos que tuvieron la humorada de pagar al arriero a onza la onza, porque para que acudan mosquitos no hay como subir el vino.
Sea de esto lo que quiera, lo cierto es, que el arriero volvió al pueblo de Alagón, y reclamó el cumplimiento de la oferta que le habían hecho de pagarle el salmón al precio más alto que se hubiese vendido en Zaragoza. Aquí fue el apuro de los alagoneses, que casi habían olvidado lo pactado con el arriero. Tenían ya el salmón digerido y algo más; el gusto satisfecho, el antojo cumplido; pero a guisa de pescadores debían pagar con las setenas el placer que habían disfrutado (…).
Luego que el arriero sacó la certificación en que constaba que en Zaragoza se había vendido su salmón a onza la onza, faltó poco para que al alcalde le diera un parasismo. Apenas podía creerlo, a pesar de que la certificación venía en toda forma, con el sello 4.° por montera, y el león rampante de Zaragoza por las faldas. Decidióse pues a luchar desesperadamente, y se negó a pagar (cosa muy obvia) alegando que no estaba obligado a cosas extraordinarias.
Yo no se con harto sentimiento mío el éxito que tuvo aquel debate (…). He oído decir que después de un ruidoso pleito el pueblo tuvo que pagar (eso es de cajón) habiendo sido condenado a otorgar un censo a favor del arriero, con el capital del importe del salmón: añadía el que lo refirió que dicho censo se venía pagando hasta estos últimos años. Pero yo puedo jurar, tocando el mango do mi cuchara como se usa entre estudiantes, que no he visto tal escritura de imposición, y que estoy tentado a creer que no haya existido.
En cuanto al fondo del suceso no se qué verdad se merezca, aunque lo tengo oído referir a muchos. (…) Lo que sí puedo asegurar sin escrúpulo de conciencia, que en todo Aragón se acostumbra decir para ponderar algún objeto muy costoso, ¡Es más caro que el salmón de Alagón!«.
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