Día 44: De Orbaneja a Polientes. Un gran ejército atraviesa Valderredible.
Cuando vemos ese valle y los puentecillos que cruzan este Ebro aún joven, pocos imaginan que hace poco más de dos siglos un enorme ejército los cruzaba. En cosa de un par de días, más de treinta mil soldados, sobre todo ingleses, pero también portugueses y españoles, atravesaban Valderredible. Otros tantos marchaban más al sur por Sedano para salir cerca de Valdenoceda por los cañones del Ebro.
Imagino el momento. La víspera había sido domingo. Al salir de misa algunos comentaron que se había visto varios jinetes recorriendo los caminos hasta los puentes de Polientes y San Martín de Elines. La guerra hasta entonces había hecho poco acto de presencia y corrían rumores sobre la retirada de los franceses.
Estando así hablando, llegó un grupo de jinetes de extraños uniformes y se generó un desconcierto que llevo a los feligreses a volver apresuradamente a la iglesia. Se adelantaron dos de ellos, uno de aspecto extranjero que infundía respeto con su gran mostacho. El otro, español, les saludó y preguntó por si había noticia de los franceses. Pero hacía días que estos no aparecían.
Al día siguiente de buena mañana una serpiente de color rojo parecía descender de los montes en dirección a los pueblos. Eran largas filas de soldados de casaca escarlata. Alternaban otros de uniforme marrón, que algunos dijeron eran portugueses.
Las mujeres y niños se habían escondido. Desde algún rincón, los rapaces contaban los soldados y caballos, hasta llegar al número que no sabían nombrar. Eran miles y miles. Pasaban cañones, y carros, escuadrones de caballería, y, de vez en cuando pequeños grupos de oficiales de vistosos uniformes. Tras ellos nuevos carros y grupos de cantineras, artesanos y comerciantes.
Tardaron dos días en pasar por los puentes de Rocamunde y San Martín. Cuando llegaron los últimos, los primeros, que apenas se detuvieron en los pueblos para beber agua y descansar unos minutos, siguieron en dirección a Soncillo. Por aquel tiempo en Valderredible vivían no más de cinco o seis mil habitantes. La procesión militar les parecía inacabable. Nunca habían visto tanta gente junta.
Seguramente nunca llegaron a comprender esa oleada humana que pasó como una exhalación. Los furrieles pasaron por los ayuntamientos comprando raciones para animales y humanos. Algunos oficiales pasaron la noche en las casas de los pueblos, mientras los soldados levantaban tiendas en los campos próximos. Los oficiales españoles que servían de enlace les tranquilizaron. Es verdad que eran malditos protestantes, enemigos de la religión católica, pero ahora eran aliados para echar a los franceses y además pagaban bien por los suministros.
Al cabo de una semana les llegaron noticias de la batalla de Vitoria, gran victoria de los aliados. A pesar de las reticencias y miedos que despertaron cuando atravesaron el valle, algunos recordaron las caras enrojecidas por el sol de los pálidos ingleses. Muchos de ellos, tan alegres como cansados al pasar los puentes al ritmo de marchas militares, habrían muerto y, aunque herejes, pensaron que deberían decir una oración por sus almas.
¿Cómo se encuadra este movimiento en las guerras napoleónicas? El ejército aliado, con el potente cuerpo expedicionario inglés, rico y bien armado, estaba dirigido por el Duque de Wellington. Había iniciado una ofensiva final desde sus posiciones en Portugal y los franceses se retiraban apresuradamente hacia el valle del Ebro. El siguiente fragmento de un mapa que he tomado del sitio web adrianopolis.com muestra esos movimientos.
http://adrianapolis.com/blog/wp-content/uploads/2013/06/plano-circuito1.jpg
Como los oficiales ingleses eran amantes de llevar diarios y escribir cartas, tenemos muchas impresiones de testigos.
El mismo Wellington, escribía cada día al Secretario de guerra del gobierno inglés. Así le contaba escuetamente este paso:
“El ala izquierda de ejército cruzó el Ebro el día 14 (de junio de 1813) por los puentes de San Martín y Rocamunde, y el resto al día siguiente, por esos puentes y el de Puente Arenas. Los días siguientes continuamos la marcha en dirección a Vitoria”.
Un teniente coronel de su estado mayor, William Maynard Gomm, precisaba algún detalle en sus memorias:
”Hemos tenido bastante mal tiempo desde que dejamos Medina de Rioseco y me temo que aún no nos hemos librado de él. Espero que en Inglaterra se admire la rapidez con la cual hemos desplazado hasta las orillas del Ebro a ochenta mil hombres, teniendo cerca a tantos franceses, que se encuentran en alguna parte delante nuestra, pero de los que ahora no sabemos su situación, como supongo ellos desconocen la nuestra. Es verdad que este buen movimiento de Wellington que ha desconcertado a los franceses. (…) Estoy ansioso por cruzar el Ebro y saber algo más de la posición del ejercito francés, que parece poco preparado para enfrentarse con las fuerzas reunidas por Wellington”
Realmente habían sido rápidos. Habían partido el 21 de mayo de la frontera portuguesa. En 24 días habían recorrido 360 kilómetros contados en línea recta, cerca de 500 sobre el terreno (Hitler en su guerra relámpago sobre Moscú para recorrer el doble tardó 150 días). Tuvieron pocas escaramuzas que les detuvieran, pero iban a pie, cargados con veinte o treinta kilos, mal calzado y por malos caminos. Al tiempo se preparaban para una gran batalla, que sabían que iba a llegar tarde o temprano, cuando los franceses decidieran hacerles frente, lo que ocurrió cerca de Vitoria.
Pero hay que ir a los oficiales de menor rango para tener una impresión más vívida de lo que vieron y sintieron aquellos hombres. El capitán Kincaid, de la Rifle Brigade, un regimiento de élite que también atravesó por Puente Arenas lo cuenta así:
“… el 14 (de junio) tuvimos una larga y extenuante jornada de marcha, a través de una comarca de montañas escabrosas, en la que solamente se vislumbraba un poco de fertilidad en algunos pequeños valles que cruzábamos.
Al amanecer del 15 comenzamos a atravesar una triste región de roca maciza, que proporcionaba una abundante cosecha de piedras sueltas, sin una partícula de suelo o de vegetación visible en todas direcciones. Tras recorrer cerca de veinte millas (más de 30 km) por este horrible entorno salvaje nuestras mentes cansadas solo imaginaban que aún seguiría así mucho más delante nuestra, cuando, de repente, mirando hacia el valle del Ebro, cerca del pueblo de Arenas, vimos uno de los más ricos, encantadores y más románticos lugares que yo nunca antes había contemplado. La influencia de ese paisaje en las mentes es difícil de creer. Cinco minutos antes todos estábamos tan “vivos” como piedras. En un momento todos nos volvimos flores y frutos. Muchas piernas, de las que se pensaba que no podrían dar ni un paso más, estaban cinco minutos más tarde bailando sobre el puente al ritmo de «the downfall of Paris» (aquí para escucharlo) que era tocada por las bandas de varios regimientos
Me acosté esa noche en un huertecillo, con mi cabeza sobre un melón mirando a un cerezo, y me resigné a un descanso para el que no necesitaba un largo cortejo”.
Henry Walter era cirujano del ejército. Su regimiento, del centro, coincidió en el mismo paso. En sus memorias (1839) lo relata:
“cuando nos aproximamos a Pancorbo, una plaza muy fuerte sobre este famoso río, situado en el camino real de Burgos a vitoria, nos desviamos a la izquierda, siguiendo un sendero y tras atravesar un difícil y formidable desfiladero de dos leguas (casi 10 km), cruzamos el Ebro en Puente Arenas, sin ninguna oposición”. Añade que en el desfiladero, en los cañones del Ebro, una pequeña fuerza de dos o trescientos hombres hubiera podido parar al menos un par de días a todo el ejército ganado tiempo para organizar mejor la retirada francesa.
Pero es interesante la visión del paisaje, el mismo que yo acabo de atravesar.
“(…) Entramos en el desfiladero de (Puente) Arenas admirando las grotescas formas y la amenazadora apariencia de las enormes masas de rocas que se levantaban amenazadoras sobre nuestras cabezas, hasta que el valle del muy afamado Ebro comenzó a abrirse. El rio corre aquí por un profundo barranco, de altas paredes verticales, cubiertas con rocas y arbolado, en fantástica combinación y de aspecto salvaje. Es un verdadero modelo para un Salvator Rosa (un pintor paisajsta italiano del XVII) entre los modernos pintores paisajistas, y me he preguntado muchas veces cómo es que ninguno de los Anuarios aún no lo haya descubierto.
Tras cruzar el puente nuestra división tuvo que detenerse por un par de horas hasta que la carretera se despejó, pues en el desfiladero nos habíamos atascado con parte del ala izquierda del ejercito. El día era muy cálido y no soplaba no una brizna de aire, pero no pensábamos en nada, son en ver los rostros de nuestros compañeros del ala izquierda, el despliegue de nuestras fuerzas que se iban acumulando y en el espléndido paisaje que nos rodeaba. Llegamos a nuestro punto de acampada cerca de Villarcayo al caer el sol…”
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